lunes, 7 de octubre de 2013

The Reader´s Diary (XXIV)

Tras leer y disfrutar plenamente con El libro de los pequeños milagros (Páginas de Espuma, 2013) mantengo mi opinión de que Juan Jacinto Muñoz Rangel es un purasangre de los relatos. En De mecánica y alquimica ya había dado buenas muestras de ello, con su hábil conjunción de elementos fantásticos, barrocos y de amplia fuerza evocadora y sugerente. El asesino hipocondriaco, su primera novela, me pareció, sin embargo, un relato alargado, como si la idea germen de la misma hubiera encontrado mejor asiento en una narración de cincuenta páginas a lo sumo. Su debut en el díficil pero muy agradecido género del microrrelato demuestra que el malagueño es un especialista de las distancias cortas: sabe cómo llamar la atención con un inicio desconcertante, cómo mantener la tensión e imprimir esa vuelta de tuerca final que exige redoble y ovación. Como anuncia su título, la última obra de M.R. se afana en dinamitar la convención, poniendo del revés lo natural y subvirtiendo el orden establecido, creando esos "pequeños milagros" que tiran a un tiempo de ironía, sarcasmo, acidez, magia, ensoñación, pero, sobre todo, de una inventiva y originalidad colosales. M.R. saca de su chistera situaciones imposibles, alteraciones no por lógicas menos desconcertantes, malformaciones aberrantes y criaturas timburtonianas que harán las delicias del lector ávido de nuevas sensaciones. Se nota que M.R. es un tipo muy leído: ha fagocitado cine y literatura con ansia de caníbal, y, con su habilidad de brujo y/o maestro de ceremonias de circo de siete pistas, les ha imprimido nueva forma dotándoles de vida autónoma. Sólo su serie de "Backwards" merecería recordarse como una de las microinvenciones más importantes del año que va tocando a su fin.
En las distancias cortas ha encontrado también su piedra de toque Jean Echenoz, quien, tras su trilogía biográfico-poética -de la que acabo de disfrutar la que me faltaba por leer, Ravel recuperada en "Compactos" por Anagrama- sigue encuadernado en el poco más de centenar de páginas con 14 (Anagrama, 2013), su particular contribución a esa Primera Guerra Mundial no lo suficientemente abordada en el plano literario -entre las últimas aportaciones, me quedo con El sonámbulo de Verdún, de Eva Díaz Pérez-. Siempre poco amigo de los tópicos y las convenciones narrativas, Echenoz acomete el empeño como si se tratara de una pieza de cámara. Sigue a unos pocos personajes en su ida y vuelta -o ida solamente- del conflicto armado, retratando escenarios, paisajes de batalla, muertes, heridas, cartas, uniformes, como si de un vals se tratase, con esa musicalidad del lenguaje suya tan característica, capaz de otorgar al relato fuerza dramática y belleza a partes iguales. Leer a Echenoz es sucumbir a su poder hipnótico, descubrir las verdaderas dimensiones de la palabra, una literatura que definitivamente está en otra dimensión.

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