sábado, 27 de abril de 2013

Presenting Vivendi


Reproduzco a continuación el texto de la presentación con la que ayer introduje el libro Ars Vivendi de Tomás Rodríguez Reyes en la Feria del Libro de Jerez. Los juegos malabares consistieron en hacer un diario de lo que es en buena parte un diario, o dicho de otro modo, el diario de una presentación.


3 de abril de 2013

            La lluvia arrecia al otro lado del escaparate, como si quisiera poner colofón a su larga actuación de esta temporada con una gran fanfarria de truenos y rayos. Los clientes son escasos en un día desapacible y gris. Pero como todos sabemos, los escritores no entienden de días propicios, prefieren la nube permanente sobre su cabeza, ese halo trágico y novelesco que les convierte en personajes de sí mismos. Así apareció Tomás por la librería aquel día, enfundado en un abrigo largo con reminiscencias de Nosferatu, y portando un paraguas rojo por imperativo acuático que, como es lógico en una mente que nunca descansa, olvidó nada más salir.
            Desde que fue padre hace unos meses, Tomás frecuenta menos la librería y se abastece a distancia. En su rostro se trasluce el cansancio de dormir a salto de mata y, a pesar de todo, continuar escribiendo en cuanto tiene un hueco, a horas intempestivas, como Kafka y tantos otros, porque la literatura no perdona a los ociosos, a los que lo dejan para otro día. Cada vez tengo más claro que si ensartáramos a Tomás con una aguja, no saldría sangre, sino tinta, la tinta indeleble de un letraherido constante que arrastra su maldición por el mundo.
            Intuyo que si Tomás ha roto su clausura de padre ermitaño, será por algo importante y no me equivoco. Me pide que presente su nuevo libro, Ars Vivendi, el tercero en tres años, tras El huerto deseado y Escribir la lectura, que también tuve la suerte de presentar, cada uno en su espacio natural, el Huerto en el jardín de la calle Caballeros, y la Lectura en ese templo de las letras que es la Fundación Caballero Bonald. En esta extraña competición que hemos iniciado, la balanza se inclinaría ahora de mi lado, ya que Tomás presentó en dos ocasiones mis Bancos de niebla, así que me tengo que dar prisa para dar algo nuevo a la imprenta y que Tomás le imprima su magisterio.
           

4 de abril de 2013

            Me siento ante el ordenador como aquel personaje de Enrique Vila-Matas en Extraña forma de vida que prepara su intervención a lo largo de toda la novela. Lo más fácil, me digo, sería empezar por la estructura. En Ars vivendi destaca su gran corpus central, un diario poético que abarca el año 2010, y que continúa el ya publicado en Escribir la lectura sobre los años 2008 y 2009. A poco que uno se dirija a la fuente original, su blog Trópicode la Mancha, que con el tiempo ha ido desnudando de accesorios para que se pueda leer como un diario apergaminado, observará que quizá el salón de pasos perdidos de Tomás no tenga tantos metros como el de Trapiello, pero sí que se limpia y se renueva a diario hasta alcanzar la palabra última y definitiva, o sea, ese brillo que sólo relucía en los palacios del imperio austrohúngaro.
            Reconozco, no obstante –y no entiendan esto como un enroque del librero ante la amenaza bien presente del libro electrónico- que el diario de Tomás cobra nueva vida con la impresión en papel, como si las anotaciones de cada día se redimensionaran y alcanzaran un sentido global en un contexto armónico. Hoy en día se publican muchos libros nacidos de blogs, pero pocos pierden su condición volatinera para quedarse en nuestra mirada y nuestra conciencia con la fuerza de un hierro al rojo vivo. Tomás lo consigue. Por eso me leo el Diario poético de un tirón, sin hacer anotaciones, para acabar traspasado de ese espíritu de fervor por la palabra poética. Suprimo la tentación de anotar frases porque serían tantas casi como las páginas que tiene el libro.


6 de abril de 2013

            Tomás abre su libro con un “Dramatis personae: literatura, autor, lector” que se puede entender como una marca de estilo, un sello propio, un aquí estoy yo y mis circunloquios. Le dejo hablar a él: “La vida del poeta no debe aparecer más que en sus poemas o escritos sobre poesía (…) Todo lo demás es superfluo, innecesario, banal, inconsciencia. El poeta encauza su vida en un arte de la vida –ars vivendi-, que entiende que el mundo, al completo, todo él, es un poema y como tal está repleto de ritmos y de símbolos”. Será una constante a lo largo del libro, sentencias como dardos que destrozan el centro de la diana. Seguro que John Keating, el profesor de El club de los poetas muertos, hubiera cambiado gustoso esta veintena de páginas por las de J. Evans Pritchard que anima a arrancar del libro a sus sorprendidos alumnos. Y luego a la cueva, a leer sus poemas ante un círculo de escogidos, los que saben que un poema no puede cambiar el mundo, pero sí mejorarlo.


10 de abril de 2013

            En algún momento, Tomás dice que el diarista escribe siempre el mismo libro, que, como el buitre que acecha su presa, da vueltas en círculo sobre una misma idea hasta descuartizarla en mil pedazos y no dejar más que esquirlas. Sin embargo, aunque el diario parezca bascular sobre los mismos elementos –la poesía y la escritura como forma de conocimiento, como afirmación de la vida-, uno tiene la extraña sensación de enfrentarse a algo nuevo, de que la forma de enunciarlo aporta matices distintos, vetas imposibles en un discurso homogéneo, trenzado con la paciencia de los caligrafistas de épocas pretéritas.

12 de abril de 2013

            En su entrada del 13 de diciembre, Tomás barrunta la posibilidad de escribir una novela, a la que dice haberse acercado sólo con “tentativas más o menos acertadas”. Y razona así: “Como ocurrió con Cervantes o con Machado, hay que dejar que la literatura termine mostrando su presencia en uno indiscutiblemente, sin tener en cuenta la edad o la condición social, sin tener en cuenta las miserias que rodean a lo literario. Escribe y cree en lo escrito, arroja una fidelidad emboscada sobre tu escritura”. Coherente consigo mismo, el poeta esperará su momento. Nadie le podrá parar los pies entonces.

13 de abril de 2013

            La reciente muerte de José Luis Sampedro me hace recordar una anécdota que se cuenta del escritor. Enfrascado en una animosa tertulia con amigos y literatos, con el vino y las viandas circulando con alegría, Sampedro reparó en un joven que, ajeno al tumulto, escribía en un cuaderno en una mesa apartada del bar en cuestión. Intrigado por su comportamiento, el escritor le invitó a sumarse a la fiesta. El interpelado le respondió invitándole a que se sumara a la suya. La anécdota cuenta que, conmovido por la respuesta, Sampedro, descuidando a su vociferante compañía, se sentó a conversar con el joven, que no era otro que Manuel Rivas, con quien desde entonces inició una larga amistad.
            Así veo yo a Tomás, encastillado en sus libros de caballerías, cuaderno en ristre, ojeroso y pensativo, buscando esa palabra salvadora por la que merece la pena vivir, huyendo “de las capillas culturales, de los saraos literarios, de las comilonas que se preparan en los trabajos para celebrar la indecencia (…) No hay nada más allá de escribir. Escribir, en sí, es ya una acción que completa una vida y que sustancia la de toda una generación de hombres. Incluso la de toda una especie. Incluso la de una divinidad. Leer. Escribir”.

16 de abril de 2013

            Anoche tuve un sueño extraño. La presentación del libro de Tomás había terminado y nos fuimos a celebrarlo a un bar en forma de torreón, en el que los clientes se agolpaban en los descansillos de las escaleras de madera. Esquivando cuerpos, bolsos y copas, ascendimos hasta el final, truncado por una antigua puerta que Tomás abrió con una enorme llave. Ésta daba paso a una azotea que, al parecer, sólo se abría para las presentaciones de los libros de Tomás, aunque, por más que me insistían, yo no recordaba haber estado nunca. Nos sentamos todos en sillas de enea a lo largo de una mesa en la que sólo se permitía beber manzanilla. Quizá por eso mis recuerdos se vuelven más confusos, y sólo evoco con seguridad una pantalla de cine en la que se proyectaba una película folclórica ambientada en Andalucía y en pésimo estado de conservación. En algún momento, me pareció ver un fotograma de Tomás tocado con un sombrero cordobés, pero no podría certificarlo.
            Me pregunto si el sueño será la forma que tiene mi mente de decirle a Tomás que el cine también podría tener cabida en sus escritos, si sus disquisiciones sobre la imagen y la palabra podrían encontrar acomodo en el que Gorki llamó “el reino de las sombras”.

18 de abril de 2013

Me acabo de enterar que a la hora de la presentación se estará jugando el Bilbao-Barcelona. Posiblemente cuando esté pronunciando estas palabras ya nos hayan metido cuatro o cinco. Sí, uno es del Athletic de toda la vida, a pesar de los disgustos, y pertenece a ese nutrido grupo de escritores que ven factible la alianza entre pluma y balón. Tomás no. Tomás es de los escritores de pura cepa, entregado a su única pasión, sístole y diástole de un corazón de vocales. Tomás es su propio árbitro, el gol y la garganta del aficionado cantándolo, la rúbrica de un verso perfecto.


21 de abril de 2013

            En la penúltima parte de su libro, titulada “Arias antiguas”, Tomás da rienda suelta a su pasión por la música clásica y nos ofrece pequeñas piezas a modo de breve muestrario de su polifonía genérica: la prosa poética, el aforismo –“Puede que morir no sea más que dejar de oír el ritmo del mundo”-, o la poesía, dejando caer como si nada la próxima publicación de un nuevo poemario. ¿Descansará su mente alguna vez?


24 de abril de 2013
Leo la crónica del discurso que ofreció Caballero Bonald en la concesión del Cervantes y celebro que fuera el único de los protagonistas no abucheado. Los poetas todavía pueden vivir en el anonimato. Todos creen que su lucha es ajena a la vida de ahí fuera, pero ahí está el autor de Diario de Argónida para desmentirlo: la poesía es “ese engranaje de vida y pensamiento que tanto amó Cervantes y que tan exiguas recompensas le proporcionó”. La poesía corrige las erratas de la historia, nos defiende contra sus “averías”, y nos sirve de consuelo para sus trastornos y desánimos... Doy por hecho que Tomás suscribiría estas palabras del maestro, y que el propio Bonald haría lo propio con estas de Tomás: “Toda una vida, o al menos, una veta sentimental de una vida, cabe en un poema. Tal es la dilatación que provoca la palabra poética en la realidad, tal es su poderosa y letal posición sobre el mundo, que lo desbroza y transforma en un solo verso, acaso, en una palabra que brote plena”.

27 de abril de 2013

            Ha llegado el día y aún no tengo claro qué voy a decir del libro de Tomás, porque es un libro inabarcable –lo abarca todo y más-, inagotable –sus lecturas son infinitas-, inexplicable –tanta profundidad en tan poca vida-, inasible –se cae de las manos porque quema-, pero también, lamentablemente, invisible, desmarcado de esa procesión mediática reservada a los grandes nombres, del desfile de modelos de la industria editorial, de los escaparates de libros de aumento. Sus pequeñas dimensiones parecen idóneas para la colección en la que se encuadra, los inklings, entusiastas de la literatura que la concebían casi como algo sagrado. Quizá por ello debería plantearme empezar mi intervención rezando. Será la única forma de ponerme a la altura del libro. Oremos, pues.
Gracias

viernes, 12 de abril de 2013

The Reader´s diary (XV)

Año 1895. Faltaba poco tiempo para que los hermanos Lumiérè presentaran en público el cinematógrafo. Los inventos se sucedían, el vértigo industrial era una realidad y todas las ilusiones amenazaban con hacerse posibles, incluso los viajes en el tiempo. H.G. Wells, un joven nacido en el condado de Kent que aún no había cumplido los treinta años, era consciente de ello y con su primera novela, La máquina del tiempo, conectaba de lleno con las aspiraciones del hombre moderno, convirtiéndose en el padre de la ciencia ficción contemporánea. Antes de que entre el siglo XX, Wells, enfebrecido de literatura, consigue su póker de obras maestras en el irrisorio espacio de cuatros años, a razón de una novela anual. A las singladuras espaciotemporales le seguirán La isla del doctor Moreau (1896), El hombre invisible (1897) y La guerra de los mundos (1898), cada una de las cuales cimenta su fama y convencen a sus incondicionales lectores de que podría morir tranquilo después de tal derroche de imaginación.
Han pasado más de cien años desde entonces, y ahora RBA ha tenido la brillante idea de reunir el célebre cuarteto en un solo volumen de su colección dedicada al género fantástico. Los que se acerquen por primera vez a los textos originales de Wells, tras visionar alguna de las numerosas adaptaciones cinematográficas de cualquiera de ellas, no se sentirán defraudados; muy al contrario, como sucedía en buena parte de las novelas de otro adelantado a su tiempo, Julio Verne, se quedará fascinado por la anticipación de sus visiones, la progresión dramática de sus relatos, la rica imaginería descriptiva, su habilidad para hacer verosímiles situaciones que a priori podrían resultar desconcertantes para un lector de la era victoriana.
Más de un pie en el fantástico pone también el granadino Ángel Olgoso en su nueva colección de relatos, Las frutas de la luna (Menoscuarto, 2013), una veintena de piezas de verdadera orfebrería narrativa -Olgoso es de los pocos autores españoles que a día de hoy cincela cada palabra como si de cada una de ellas dependiera el éxito del resultado final- que le confirman, por si alguien todavía tenía dudas, como uno de los cuentistas imprescindibles del panorama literario actual, aunque sobre él siga pesando la no siempre agradecida losa del autor de culto y silencioso, cuestión ésta a la que tiene el arrojo de dedicarle un divertido relato. No es el único en el que el autor decide personarse en el libro, pues también aparece como el autor de una carta verdaderamente especial.
Resulta difícil elegir algún relato de los libros de Olgoso, porque es de los pocos escritores que consigue que casi todos los cuentos brillen a la misma altura, ya sea en las dimensiones del microrrelato -recordemos La máquina de languidecer, que ya comenté por aquí- o en las más vastas del relato de largo aliento. Atmósferas malsanas, reinos de otro tiempo, fábulas morales o religiosas, fenómenos extraños, seudobiografías de artistas, parábolas... el espectro temático y estilístico de Olgoso parece infinito, pero al mismo tiempo se erige en un universo homogéneo perfectamente reconocible para sus seguidores. Para los que aún recelen de estas alabanzas, les recomiendo empezar el libro por el relato titulado Designaciones, un verdadero prodigio de concisión narrativa que desborda los límites del concepto de doble lectura.
¿Podría haber también una doble lectura en las curiosas peripecias que vive el protagonista de Yo, precario (Libros del Lince, 2013)? Creo que no, su itinerario de trabajos mal pagados y un tanto denigrantes parece hablar por sí mismo para darle una bofetada al sistema, esa crisis a la que ya nos hemos acostumbrado, y que obliga a treinteañeros sin empleo fijo a disfrazarse de chocolatina padeciendo un calor insoportable, a repartir propaganda de una compañía de telefonía móvil de tarifas abusivas, o a coger un megáfono para animar a los asistentes a los partidos de la selección española de fútbol. Sí habría una lectura paralela entre el personaje y el autor, Javier López Menacho, quien ha recreado algunas de sus más aparatosas experiencias profesionales como reflejo de la endémica penuria laboral que persigue a un importante sector de la población de nuestro país. El mérito del autor estriba en contarlo no sólo de forma divertida -con estos mimbres parecería difícil no hacerlo-, sino en saber reírse de sí mismo aportando una buena carga de literatura y reflexión que hallará muchas miradas cómplices. Será interesante esperar al siguiente libro del autor, para confirmar su valía frente a un tema que no se agote en sí mismo como en este caso.

viernes, 5 de abril de 2013

Escribir desde dentro

Si no he contabilizado mal, En la casa supone la decimotercera incursión del reputado cineasta François Ozon (París, 1967) en la dirección, exceptuando cortos, mediometrajes, documentales y otras experiencias tras la cámara. Su deliberada apuesta por hacer un cine diferente en un país que se ha caracterizado como ningún otro por defender su industria, y su desidia hacia los cantos de sirena del gigante norteamericano, le han convertido además en un tipo simpático, un realizador que se ha ganado el respeto de la crítica con una buena cosecha de nominaciones y premios, entre los que aún falta la esquiva nominación al Oscar de Película Extranjera. Si el momento álgido en su trayectoria lo representaban hasta ahora las consecutivas Ocho mujeres (2002) y Swimming pool (2003), podemos aventurar que Ozon ha alcanzado de nuevo una coyuntura feliz que puede reportarle nuevos logros en un futuro no muy lejano, además de nuevas ofertas tentadoras de la industria hollywoodiense.
No son pocas las películas que han abordado la compleja relación del escritor con su obra literaria. Entre los ejemplos más recientes se encuentran El escritor (2010) o El ladrón de palabras (2012). Sin embargo, si alguna película podría admitirse como ligeramente próxima al espíritu de En la casa ésa sería Descubriendo a Forrester (2000), la cinta con la que Gus Van Sant estrechaba lazos entre un escritor olvidado y casi de culto con un chaval de extracción humilde con gran talento literario. En la película de Ozon la relación se establece entre un profesor -que en su día también publicó una novela de la que se arrepiente- y un alumno aventajado, para quien escribir supone no sólo una catarsis para su soledad y desamparo, sino también una forma de conquistar imaginariamente la vida que ambiciona: la casa y, por extensión, la familia de su mejor amigo. La imposibilidad de distinguir en su mente la realidad y la ficción, el deseo de la aplastante mediocridad diaria, le sumergen en una peligrosa espiral que acaba contagiando a su profesor -adicto a sus escritos por su propia frustración y su inconfesable voyeurismo- y a la propia cámara, que acaba siendo partícipe directa de la plasmación literaria de su obsesión, dejándonos siempre la duda de si las escenas narradas son reales o suceden sólo en la desaforada mente del joven y seductor estudiante, excelente creación por cierto de Ernst Umhauer.
En la casa consigue meternos literalmente de lleno en la cabeza de su maquiavélico protagonista, atesorando diálogos y hallazgos visuales de gran calado que nos recuerdan a los grandes momentos y a las atmósferas opresivas de un Haneke en estado de gracia. Sin duda una de las películas europeas del año.