
Sin embargo, tal derroche de facultades no impedía que estuviera apasionadamente enamorado de su mujer, Nataly, y que no soportara que ésta flirteara con un apuesto soldado, al que se vio obligado a retar en el duelo que provocaría su muerte: Pushkin no era amigo de disparar el primero y, aún así, se había salvado en los numerosos enfrentamientos por cuestiones de honor que había disputado.
La narración que nos presenta Funambulista recoge sus pensamientos desde un año atrás hasta casi el día anterior al fatídico duelo que segaría su vida. La injerencia en su cómoda vida del posible amante de su esposa le lleva a redactar un diario en el que justifica las razones de su comportamiento, describe sin escatimar detalles algunas escenas de sus amoríos, y reflexiona sobre cuestiones como la pasión, el matrimonio y, por supuesto, el sexo. Como confiesa en algún pasaje del libro, el autor de La hija del capitán no quería que nadie, ni los más cercanos, leyeran este catálogo de perversiones y bajezas; de ahí, probablemente, que no cuidara demasiado el estilo literario y no tuviera problemas en repetirse una y otra vez. Leyendo este curioso memorándum da la impresión de que es más importante lo que sucede en los márgenes del diario, en la vida real, que lo que Pushkin nos cuenta, exhausto de placer y de vivir al límite, a modo de reposo del guerrero.
Por si a alguien no le había quedado claro con las licenciosas vidas de otros ilustres románticos como Byron o Shelley, cualquier prejuicio entonces se soslayaba con más facilidad que en nuestros tiempos. ¿Siempre nos quedará John Keats?
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