viernes, 22 de marzo de 2013

Delicadas y extrañas

No sé si habré comentado ya en este blog que mis hábitos para tratar de estar al día de la actualidad cinematográfica parecen ir contra el signo de los tiempos. Frente a las descargas directas o a los visionados online que permite internet, me he refugiado en las bondades que ofrece un servicio que lleva varios años en vías de extinción, pero que se resiste a desaparecer a pesar de la difícil coyuntura que atraviesa el negocio de la exhibición cinematográfica. Sí, como ya hice en los años 80 en mi época adolescente y juvenil, he encontrado en el videoclub la posibilidad de repescar títulos que no he podido ver en la pantalla grande por falta de tiempo, escasa permanencia en cartel o la más directa invisiblidad. A quien no frecuente ya estas imitaciones postizas de las salas de cine le resultará de utilidad saber que el intervalo -antes exagerado- que media entre una película que se retira de los cines y su entrada en el videoclub es cada vez más corto, pudiendo producirse incluso que la misma película esté en el multicines y el videoclub al mismo tiempo. Está claro que los avances de las nuevas tecnologías y el top manta han contribuido a reducir los tiempos, lo que permite al cinéfilo seleccionar mejor los títulos que prefiere ver en la pantalla grande.
Gracias a ello, y a que el videoclub que frecuento suele estar muy bien surtido, he podido recuperar recientemente dos películas que se me pasaron por alto en su día: Moonrise Kingdom y La delicadeza. La primera es la séptima película del inclasificable Wes Anderson, quien ahora rueda la a priori apetecible The Grand Budapest Hotel. De sus anteriores trabajos sólo he podido ver la divertida Life aquatic (2004), que ya tenía en su reparto a algunos de sus actores fetiche, como Bill Murray, Owen Wilson y Cate Blanchett. Es difícil definir el estilo de Anderson, que parece oscilar entre un humor absurdo y una iconografía visual poderosa, con protagonistas que se sitúan siempre en el lado opuesto a lo convencional. Moonrise Kingdom es brillante. Apabulla desde su inicio, con esos planos que van descubriendo la extraña casa en la que vive la familia de la joven protagonista. No lo es menos la hilarante descripción del campamento de scouts que dirige un espléndido Edward Norton -un tanto perdido últimamente en la elección de sus papeles-, y el sorprendente hallazgo de la desaparición voluntaria de uno de sus cachorros. El viaje iniciático y aventurero que emprende la insólita pareja protagonista se alterna magníficamente con la persecución de las diferentes partes implicadas: la familia, el policía interpretado por Bruce Willis o los propios scouts, algunas de cuyas escenas parecen rendir un homenaje soterrado a los chicos de "Our Gang", conocidos en nuestro país como "La Pandilla". Los momentos magníficos se acumulan, menudeando los diálogos absurdos y las situaciones imposibles, logrando que una cinta aparentemente menor aproveche todas sus virtudes para alcanzar una estatura inesperada.

La delicadeza se sitúa en un plano muy distinto, aunque sus virtudes no le van a la zaga. Es muy habitual que un novelista adapte su propia creación, pero ya es más raro que se ponga tras las cámaras, que suponga su debut en el largometraje -David Foenkinos ya había rodado un corto anterior, también con su hermano, conocido director de casting-, y sobre todo, que salga triunfador del envite. Todo esto lo consigue el multipremiado escritor francés con una historia intimista, de esas que levantan el ánimo y advierten que, pese a todo y para quienes a veces lo olvidamos, la vida siempre merece la pena vivirse. La joven interpretada por Audrey Tatou -que no suele prodigarse en exceso- recibe el inesperado varapalo de la muerte de su marido, con quien estaba unida de una forma apasionada. Tras varios años de volcarse en su trabajo y aislarse socialmente, conoce a un compañero sueco que la anima a salir de su atolladero emocional y darse una nueva oportunidad a sí misma gracias a un carácter comprensivo y a una gran riqueza humana que no todos ven. La película evita refugiarse en ese París de postal turística para conducirnos al interior del corazón del personaje de Nathalie, ese que el nórdico Markus Lundl (François Damiens) dice haber encontrado en el hermoso final de la cinta.

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