
Sin embargo, y al margen de las superiores dimensiones físicas de la creación de Larsson, las diferencias entre una y otra son palpables. La arquitectura narrativa de Larsson es más poderosa, sus personajes -hasta los secundarios- dejan huella en el lector, muchas de sus escenas son desasosegantes, y su estilo literario brilla en cada página, frente a la planitud del joven autor suizo, que se excede en la repetición -quizá para que el lector no se pierda- y casi no es capaz de una mínima descripción con cierto vigor narrativo. No obstante, no es mi intención denostar el ambicioso trabajo de Dicker, sólo remarcar que quizá se ha puesto un referente demasiado elevado. Dicker maneja bien las piezas y, al contrario que sucede en muchas novelas negras o de crímenes hacia el final de la acción, consigue que ésta remonte el aliento hacia la mitad en una sucesión de vueltas de tuerca que consigue mantenernos en tensión hasta el final. Es difícil hoy en día encontrar una novela que cueste trabajo soltar, aunque suene a tópico, y Dicker lo consigue. Siempre tendremos la duda, empero, de si quiso escribir esta novela o, como le sucede a su personaje, la novela le vino impuesta por una serie de condicionantes externos. O, dicho de otro modo, como si a la irreprochable excelencia del producto resultante le faltara esa cualidad inherente a las obras maestras: el alma.
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