domingo, 14 de julio de 2013

Fabricando a Harry Quebert

"Eres un escritor de moda. Eso es. La gente no espera que ganes el Premio Pulitzer, les gustan tus libros porque estás en boga, porque les entretienen, y eso también está muy bien". En esta frase que le dirige Harry Quebert a su pupilo, el joven escritor Marcus Goldman, se podrían resumir las intenciones del también joven y talentoso Joël Dicker (Suiza, 1985), alter ego de Goldman en la realidad, o viceversa, tanto monta. Antes de afrontar su segunda novela tras un debut de relativo éxito -engordado éste en el caso de Goldman, también frente a su segunda criatura- da la impresión de que Dicker ha estudiado a fondo el panorama literario, las tendencias y gustos de los lectores potenciales, elaborando una trama que contuviera todos los elementos propicios para fraguar un bestseller contemporáneo. Como primera bala de la recámara, la saga Millenium, de Stieg Larsson, sin duda. Ambas novelas giran en torno a la desaparición de una joven ocurrida mucho tiempo atrás en una pequeña y apacible comunidad y su reverberación en el presente. La principal diferencia es que en la trilogía del sueco el protagonista que investigaba los hechos era un periodista, y en la novela del suizo un escritor que trata de ayudar a su mentor. En ambas ficciones menudean poderosos intereses, pulsiones sexuales, pistas erróneas y muchos giros inesperados.
Sin embargo, y al margen de las superiores dimensiones físicas de la creación de Larsson, las diferencias entre una y otra son palpables. La arquitectura narrativa de Larsson es más poderosa, sus personajes -hasta los secundarios- dejan huella en el lector, muchas de sus escenas son desasosegantes, y su estilo literario brilla en cada página, frente a la planitud del joven autor suizo, que se excede en la repetición -quizá para que el lector no se pierda- y casi no es capaz de una mínima descripción con cierto vigor narrativo. No obstante, no es mi intención denostar el ambicioso trabajo de Dicker, sólo remarcar que quizá se ha puesto un referente demasiado elevado. Dicker maneja bien las piezas y, al contrario que sucede en muchas novelas negras o de crímenes hacia el final de la acción, consigue que ésta remonte el aliento hacia la mitad en una sucesión de vueltas de tuerca que consigue mantenernos en tensión hasta el final. Es difícil hoy en día encontrar una novela que cueste trabajo soltar, aunque suene a tópico, y Dicker lo consigue. Siempre tendremos la duda, empero, de si quiso escribir esta novela o, como le sucede a su personaje, la novela le vino impuesta por una serie de condicionantes externos. O, dicho de otro modo, como si a la irreprochable excelencia del producto resultante le faltara esa cualidad inherente a las obras maestras: el alma.

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