Cuando se juega con la nostalgia, se corre el riesgo de no
querer regresar al presente. La máxima que pregona que cualquier tiempo pasado
fue mejor parece cumplirse para los que rondamos cierta edad, y más en una
época en la que “todo lo que era sólido” –como diría Muñoz Molina- parece
desvanecerse como el agua que tratamos de retener inútilmente haciendo un
cuenco con nuestras manos. El ambiente que nos rodea se ha vuelto irrespirable,
la confianza en las instituciones y el bienestar social se ha perdido. El
hábitat en el que uno se mueve –literatura, librerías, periodismo- ha mostrado
su reverso tenebroso y deja víctimas a diario que cada vez te tocan más de
cerca. Se habla continuamente de la palabra reinventarse para salir adelante y
descartar el suicidio colectivo. Uno se agarra a lo que tiene, lo que nunca le
ha fallado, la familia, los amigos, para animarse y tratar de buscar lo
positivo que puede haber detrás de todo esto, para encarar el futuro con
espíritu renovado, aunque tropecemos una y otra vez.
Antes todo parecía más fácil, quizá porque no teníamos
conciencia de lo que luego nos tocaría vivir. Abro al azar Lo tengo repe
(Diábolo, 2013) y aparecen los cromos de La frontera azul que regalaba
Panrico, una empresa que hoy se debate entre la vida y la muerte. Quizá sea la
imagen más definitoria de lo que han cambiado los tiempos: el pasado intocable,
rocoso, acogedor cual refugio placentero, y el presente movedizo, inestable e
impredecible con ganas de llevarse todo lo que fuimos, incluso nuestros sueños
y recuerdos.
Cuando se juega con la nostalgia se arriesga uno a
emborracharse sin medida, pero soy de los que piensan que hay que permitírselo
de vez en cuando. Dos recientes publicaciones son las causantes de este
preámbulo, el citado libro de Guillem Medina, y el no menos evocador Yo fui a EGB (Plaza y Janés, 2013), de Javier Ikaz y Jorge Díaz, los
cuales se han ganado a pulso compartir con la serie Papel y plástico de Oscar
Lombana y La tele que me parió de Pepe Colubi, esa pequeña biblioteca sólo
apta para nostálgicos irredentos que frisan entre los 35 y 50. Con una prosa
menos jocosa e irónica que la de Colubi, y con menos detallismo visual que los
libros de Lombana, Yo fui a EGB recuerda las décadas de nuestra infancia y adolescencia
ordenando los recuerdos por categorías: polos y helados, pastelitos, series de
televisión, vestuario, argot, interiores y mobiliario, etc. El resultado,
rematado con un diseño muy atractivo fruto de innumerables aportaciones de
colaboradores y amigos, nos retrotraerá a esa mágica época en la que pudimos
ser Koji Kabuto por un día o recorrer los ¿240? metros de longitud del estadio
de Campeones para marcar el gol de nuestra vida.
Orquestado de modo muy diferente, Lo tengo repe es más un
catála logo de regalos, pero no de simples regalos, sino de aquellos con los que nos obsequiaban las marcas de pastelitos, chicles, yogures, magdalenas, el Cola Cao o Nocilla ,
para incentivar nuestro consumo indiscriminado de chucherías, en ocasiones muy
poco saludables. Ordenados por marcas y temas, e introducidos por un
enciclopédico comentario del autor –no he echado en falta ninguna promoción de
las que fui seguidor-, se reproducen con esmero cromos, álbumes, figuritas,
recortables, juegos, llaveros, adhesivos, desplegables y tebeos que hicieron
las delicias de todos los niños de los 70 y 80, obligando a nuestras madres al
overbooking de yogures en el frigo, y descubriendo nuestro inédito poder
seductor ante las cajeras del supermercado –un sobre extra siempre se
agradecía-. Gracias al libro de Medina, he vuelto a ponerles nombre a
promociones que guardaba en alguna recámara de la memoria, esas mismas que hoy
se venden a precio de oro en diferentes portales de Internet. Está comprobado,
la nostalgia es un valor duradero, no como las preferentes de los bancos.
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