Aunque de Kafka ya parece haberse dicho casi todo, su corta obra sigue siendo tan hermética y sujeta a tantas interpretaciones como quieran los críticos y editores de sus remozadas novelas, cuentos y prosas diversas. No será Kafka va al cine (Minúscula, 2008) el libro que venga a cambiar esa tónica pero sí al menos el que ofrezca una visión cuando menos novedosa de la compleja personalidad del escritor. Si bien la mayoría de las anotaciones aquí reunidas proceden de los diarios y cartas ya publicados del escritor checo, nunca antes habían coincidido para alumbrar las opiniones que el autor de El proceso vertió sobre ese oficio del siglo XX, que diría Cabrera Infante, al que su temprana muerte en 1924, con apenas 40 años, ni siquiera pudo escuchar hablar.
No sabemos cómo habría recibido Kafka los primeros gorjeos de Al Jolson ni la poco varonil voz del galán John Gilbert, arrinconado por el sonoro como un trasto viejo, pero nos quedan sus frecuentes visitas a los cines de Praga, Milán o Berlín, sus impresiones sobre los primeros documentales sociales, los seriales de misterio o las comedias ingenuas de las primeras décadas del séptimo arte.
El autor de la presente edición no ha querido hacer una tesis sobre el tema, pues no procedería extraer conclusiones definitivas sobre algunos comentarios sueltos que el escritor arrojó en sus notas sin intención literaria alguna, pero sí se preocupa de reproducir los fragmentos más esclarecedores e insertarlos en el contexto de esa Europa cuya creciente modernidad se podía visualizar en los propios noticiarios del cinematógrafo. De este modo, a las citas de Kafka acompaña extractos de críticas aparecidas en la prensa, fotografías ilustrativas, anuncios de sesiones o pasajes de los escritos del amigo y futuro mentor del escritor Max Brod.
No es la primera vez que la recepción por parte de los literatos de un invento que vieron nacer con sus propios ojos despierta el interés de los investigadores. A los ya casi pequeños clásicos en este sentido –Los escritores frente al cine (Fundamentos, 1981) y Gente del 98: arte, cine y ametralladora (1989)- habría que sumar dentro del ámbito español los más recientes Los escritores del 98 y el cine (Fancy, 1999), Proyector de luna. La generación del 27 y el cine (Anagrama, 1999), Viento de cine. El cine en la poesía española de expresión castellana, 1900-1999 (Hiperión, 2002) y 98 y 27: dos generaciones ante el cine (Centro de Profesores y Recursos de Cuenca, 2005).
Sin llegar al optimismo de un Jack London en el primer libro citado –“ningún lenguaje es capaz de imprimir las cosas en la conciencia de manera tan vívida” (1915)-, Kafka halla en la oscuridad de la sala –ese “reino de las sombras” del que también habló Gorki- el remanso de paz necesario, esa “soledad en reflexión” para unos pensamientos que cabalgaban siempre de forma atropellada por los territorios de la indecisión y el sufrimiento. En sus cartas a su eterna prometida Felice Bauer detiene sus comentarios para hacer referencia a una película, comparar su angustia vital con la que representa algún personaje de la gran pantalla, e incluso para arrojar una lanza a favor de la poderosa expresividad del teatro en detrimento de la “extrema inutilidad del despliegue de facultades” que brinda el cine a los grandes actores: “Max, he visto una representación de Hamlet, o mejor dicho, he oído a Bassermann. ¡Por Dios!, durante ratos enteros adquirí yo el rostro de otra persona, de tanto en cuanto tenía que apartar los ojos del escenario y mirar a un palco vacío para recomponerme”.
Gracias al trabajo de Zischler sabemos la fascinación que sintió Kafka ante el Panorama del Emperador, invento basado en las fotografías estereoscópicas que convivió con el cine en sus primeros años y que le hizo exclamar: “¿por qué no hay una unión de cine y estereoscopio de esta guisa?”, o sus reflexiones sobre sus orígenes tras visionar la película propagandista judía Regreso a Sión un año antes de su final: “Vi que si de alguna manera quería seguir viviendo, yo tenía que hacer algo radical y quise irme a Palestina. Seguramente no habría sido capaz, no tengo la suficiente preparación, tanto en un sentido hebreo como en otros, pero tenía que agarrarme a alguna esperanza”.
Quizá el complemento perfecto a la lectura de esta obra sea visitar el Franz Kafka Museum de la calle Cihelna de Praga, entre cuyos muchos atractivos se encuentra la proyección de un montaje audiovisual que hubiera hecho las delicias del propio escritor.
No sabemos cómo habría recibido Kafka los primeros gorjeos de Al Jolson ni la poco varonil voz del galán John Gilbert, arrinconado por el sonoro como un trasto viejo, pero nos quedan sus frecuentes visitas a los cines de Praga, Milán o Berlín, sus impresiones sobre los primeros documentales sociales, los seriales de misterio o las comedias ingenuas de las primeras décadas del séptimo arte.
El autor de la presente edición no ha querido hacer una tesis sobre el tema, pues no procedería extraer conclusiones definitivas sobre algunos comentarios sueltos que el escritor arrojó en sus notas sin intención literaria alguna, pero sí se preocupa de reproducir los fragmentos más esclarecedores e insertarlos en el contexto de esa Europa cuya creciente modernidad se podía visualizar en los propios noticiarios del cinematógrafo. De este modo, a las citas de Kafka acompaña extractos de críticas aparecidas en la prensa, fotografías ilustrativas, anuncios de sesiones o pasajes de los escritos del amigo y futuro mentor del escritor Max Brod.
No es la primera vez que la recepción por parte de los literatos de un invento que vieron nacer con sus propios ojos despierta el interés de los investigadores. A los ya casi pequeños clásicos en este sentido –Los escritores frente al cine (Fundamentos, 1981) y Gente del 98: arte, cine y ametralladora (1989)- habría que sumar dentro del ámbito español los más recientes Los escritores del 98 y el cine (Fancy, 1999), Proyector de luna. La generación del 27 y el cine (Anagrama, 1999), Viento de cine. El cine en la poesía española de expresión castellana, 1900-1999 (Hiperión, 2002) y 98 y 27: dos generaciones ante el cine (Centro de Profesores y Recursos de Cuenca, 2005).
Sin llegar al optimismo de un Jack London en el primer libro citado –“ningún lenguaje es capaz de imprimir las cosas en la conciencia de manera tan vívida” (1915)-, Kafka halla en la oscuridad de la sala –ese “reino de las sombras” del que también habló Gorki- el remanso de paz necesario, esa “soledad en reflexión” para unos pensamientos que cabalgaban siempre de forma atropellada por los territorios de la indecisión y el sufrimiento. En sus cartas a su eterna prometida Felice Bauer detiene sus comentarios para hacer referencia a una película, comparar su angustia vital con la que representa algún personaje de la gran pantalla, e incluso para arrojar una lanza a favor de la poderosa expresividad del teatro en detrimento de la “extrema inutilidad del despliegue de facultades” que brinda el cine a los grandes actores: “Max, he visto una representación de Hamlet, o mejor dicho, he oído a Bassermann. ¡Por Dios!, durante ratos enteros adquirí yo el rostro de otra persona, de tanto en cuanto tenía que apartar los ojos del escenario y mirar a un palco vacío para recomponerme”.
Gracias al trabajo de Zischler sabemos la fascinación que sintió Kafka ante el Panorama del Emperador, invento basado en las fotografías estereoscópicas que convivió con el cine en sus primeros años y que le hizo exclamar: “¿por qué no hay una unión de cine y estereoscopio de esta guisa?”, o sus reflexiones sobre sus orígenes tras visionar la película propagandista judía Regreso a Sión un año antes de su final: “Vi que si de alguna manera quería seguir viviendo, yo tenía que hacer algo radical y quise irme a Palestina. Seguramente no habría sido capaz, no tengo la suficiente preparación, tanto en un sentido hebreo como en otros, pero tenía que agarrarme a alguna esperanza”.
Quizá el complemento perfecto a la lectura de esta obra sea visitar el Franz Kafka Museum de la calle Cihelna de Praga, entre cuyos muchos atractivos se encuentra la proyección de un montaje audiovisual que hubiera hecho las delicias del propio escritor.
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