Podría habler de muchos títulos que engrosarán ahora con mayores honores la cinemateca francesa de la rue de Bercy, pero me detendré sólo en dos que, separados por una escasa distancia temporal, vienen a refrendar lo anterior.
Días tranquilos en Clichy (1990) pretendía ser una valiente aproximación a la vida parisina de Henry Miller, pero acabó siendo un completo desastre, con una narración deshilvanada, una puesta en escena sin garra y una interpretación rayana en lo ridículo. El material era lo bastante bueno para que fuera difícil estropearlo, pero Claude Chabrol lo hizo.

En el polo opuesto se sitúa El infierno (1994), revisión del clásico de Henri-Georges Clouzot que no desmerece al original y que, incluso me atrevería a asegurar, lo supera. Esta demoledora lección de cine sobre el tema de los celos -cinco años después retomado por Vicente Aranda con menos fortuna- consigue que nos metamos en la piel del protagonista, encarnado por François Clouzet, de un modo visceral, casi espasmódico.
Chabrol rodó y rodaría mejores y peores películas que estas dos, pero quizá nunca adaptó un texto ajeno con la misma intensidad ni naufragó con tanto estrépito creyendo que su nombre bastaba para hacer magia. Trabajador incansable, quizá su estilo fue precisamente ese: no saber cómo invocarlo.
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