lunes, 6 de mayo de 2013

The Reader´s Diary (XVI)

Dos recientes lecturas me han traído recuerdos personales relacionados con diferentes etapas de mi vida. Empiezo con el Pequeño diccionario de cinema para mitómanos amateurs, de Miguel Cane (Impedimenta, 2013), una -también- pequeña joya de diseño editorial con magníficas ilustraciones de Ana Bustelo. El joven articulista mejicano, que goza de cierto prestigio en su país por sus escritos cinematográficos y su largo currículum de party boy -no me preguntéis en qué consiste eso-, ha redactado una coqueta monografía de sus filias y devociones cinematográficas con un estilo desenvuelto y ameno, donde caben directores, personajes, pero sobre todo, muchos actores y actrices de todos los tiempos conocidos en su mayoría por buena parte del público, pero también muchos olvidados, secundarios de lujo o sin él, y también fetiches personales del autor. Es inútil, por tanto, juzgar el volumen por sus ausencias y presencias, ya que la intención del autor no es elaborar un exhaustivo diccionario biográfico -para eso, ya hay varias obras de consulta-, sino acercar al espectador con ínfulas de mitómano aquellas figuras que él considera relevantes en el devenir del séptimo arte, o que lo fueron para él en su formación cinematográfica. Los no iniciados se encontrarán por tanto con un arsenal de datos desconocido que mejorará su información sobre determinada figura, mientras que los cinéfilos se recrearán con pasajes ya conocidos ilustrados con una prosa elegante que combina lo didáctico con el apasionamiento, la enseñanza con la pura adoración. Es ahí, en ese carácter híbrido de la obra, donde encuentro cierto paralelismo con mi ya lejano Sopa de cine. Con ese libro también pretendí rendir tributo a algunos de mis iconos referenciales del séptimo arte -Bruce Lee, Paul Naschy, los niños prodigio, etc.-, pero, al mismo tiempo, con un enfoque didáctico e ilustrativo que hiciera accesible la larga historia del cinematógrafo a las nuevas generaciones.
Pero, como decía, no ha sido el único viaje en el tiempo de estos últimos días. En una feria del libro de ocasión me topé hace años con dos volúmenes sueltos de una "Historia universal de la literatura" que, contrariamente a lo que podía sospechar, estaba perfectamente documentada y escrita con un rigor analítico fuera de toda duda. Uno de los tomos dedicaba un capítulo entero a los movimientos literarios rusos de principios del siglo XX, como el acméismo, el futurismo y otros movimientos de vanguardia protagonizados por Blok, Esenin, Ajmatova o Maiakovski. Fue suficiente para que me sintiera fascinado por la forma de encarar la literatura de algunos de ellos en una época especialmente difícil y cambiante, tanto que fue mi tema elegido para un trabajo de la asignatura de Literatura que tuve que hacer en primero de Periodismo. Todavía recuerdo a mi profesora sorprendida por la profusión de datos que había incluído en el trabajo y mi excelso conocimiento de un panorama literario tan lejano a nosotros.
En cuanto me enteré, hace poco más de un mes, que el argumento de la nueva novela de Juan Bonilla, Prohibido entrar sin pantalones (Seix Barral, 2013), giraba en torno a la gigantesca -en todos los sentidos- figura de Maiakovski, me abalancé sobre ella y la devoré. El planteamiento del autor no puede ser más idóneo, ya que se introduce de lleno en la época con una prosa espasmódica, que no da respiro y relega al mínimo los signos de puntuación, imbricando voces narrativas con fragmentos de cartas, poemas y apuntes personales de un narrador omnisciente que también participa de ese tornado de ideas y ese comerse la vida a dentelladas que fue el futurismo, o al menos, el futurismo entendido por Maiakovski. No podía hallarse un vehículo mejor para esos versos salvajes, esas imágenes impactantes que el poeta supo plasmar para la posteridad. Por la novela de Bonilla desfila toda la galería de literatos, políticos, amantes, cineastas y funcionarios que hicieron de aquella Rusia un hervidero cultural y revolucionario. El autor de Nadie conoce a nadie se introduce en un registro menos habitual adoptando ese tono gamberro al que se refiere el marketing editorial, y nosotros se lo agradecemos. Creo que no había otra forma de traspasar el alma de Maiakovski, ese poeta ciclón que, en sus últimos días, antes de que se descerrajara un tiro en el corazón, era consciente de que su fama nunca llegaría a ser la de Gorki. Su clarividencia, como en tantas otras cosas, fue total.


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