jueves, 2 de julio de 2009

Secundario de lujo


"Caracterizado físicamente por una prominente nariz y por la tendencia a la calvicie (compensada en ocasiones por el bigote), desplegó en el western su vasto registro dramático en roles secundarios pero relevantes, con inclinación intermitente a personajes carcomidos por neurosis y prestos a violentas, e incluso sádicas, reacciones". Así le describe Javier Coma en su imprescindible Diccionario del western clásico (Plaza&Janés, 1992). Karl Malden interpretó al menos cuatro personajes dignos de recuerdo en el género por excelencia del cine norteamericano: El árbol del ahorcado, El rostro impenetrable, El gran combate y Nevada Smith. Sin embargo, sin duda por el prestigio que otorgan los premios, quizá sea más recordado por su papel en Un tranvía llamado deseo, que le valió un Oscar, y por el de La ley del silencio, que le supuso una nominación, ambas dirigidas por Elia Kazan. Malden, que debutó en el cine con 26 años, se fogueó en el cine negro de bajo presupuesto con títulos hoy casi de culto como 13, Rue Madeleine, El beso de la muerte o Al borde del peligro. Su imponente presencia física, atemperada por una mirada que era capaz de revelar una gran fragilidad interior, fue aprovechada por algunos de los mejores directores de la época: al ya citado Kazan, habría que añadir John Ford, Henry Hathaway, Delmer Daves, Robert Mulligan, Richard Brooks, Otto Preminger, John Frankenheimer, King Vidor o el mismísimo Alfred Hitchcock, quien le dio un papel en Yo confieso.

Ya en sus últimos años, Malden, como muchos otros grandes veteranos, se dejó reclutar por jóvenes con ínfulas de grandeza, como Ken Russell -Un cerebro de un billón de dólares-, o Dario Argento -El gato de las nueve colas-, amén de alguna coproducción con toque hispano, caso de Un verano para matar, de Antonio Isasi. No obstante, su elevado prestigio en USA le permitió ser elegido presidente durante cinco años de la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood. Malden, obligado a ser siempre un eterno secundario, no engrosará esa galería dorada reservada a las grandes estrellas, pero sin actores como él, sin esa característica nariz que se partió dos veces jugando al rugby, el cine clásico de Hollywood no tendría esa fachada impecable que le caracteriza y que los años son incapaces de corromper.

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