A estas alturas, cuatro días después, todavía las imágenes me dan vueltas por la cabeza, y algunas frases, por supuesto, sobre todo aquella de "por favor, dígale al menos que me hable". Alguna vez escuché que sabes cuando una película -me imagino que esto puede ser aplicable a un disco, a un libro, a un museo...- te impacta realmente porque se te mete en el esófago, revolviéndote las vísceras y no puedes desprenderte de ella en las horas siguientes. No tenía una sensación parecida desde que vi La vida de los otros. De El secreto de sus ojos me habían dado buenas referencias, pero al igual que en otros casos unas expectativas tan altas te desmontan la ilusión y sales del cine pensando que no era para tanto, en casos como éste se quedan realmente cortas, anonadadas ante unas imágenes que se bastan por sí mismas para borrar cualquier prejuicio u opinión que llevaras preconcebida antes de sentarte en la butaca.
Juan José Campanella es un buen ejemplo de ambas situaciones, o incluso de las tres, si incluimos aquí aquellas películas de las que no te esperas nada y te sacuden hasta el último fotograma: hablo de El niño que gritó puta. Del primer grupo me quedo con El hijo de la novia -muy buena, pero algo cortita para lo que uno esperaba (con perdón para sus muchos defensores)-, y del segundo con esta magistral adaptación de la novela de Eduardo Sacheri.
El secreto de sus ojos es una película que lo tiene prácticamente todo para resultar irresistible: unos personajes que conectan con el espectador desde su primera aparición, unos diálogos rápidos y que prenden siempre en lo emotivo, una puesta en escena aparentemente sencilla que se vuelve turbia o arrebatada según lo exija la acción -magnífica la escena en el estadio de fútbol-, dos historias interconectadas y a cual más apasionante -la del amor soterrado entre los funcionarios del juzgado y la de la investigación del crimen-, y, por supuesto, el planteamiento de interrogantes morales sobre el funcionamiento de la justicia, la ley del Talión y el sufrimiento.
Tengo un amigo que tiene por sistema quedarse a ver todos los créditos de la cinta, algo que en algunos multicines de hoy a veces no te dejan hacer porque los pases van muy justos y los que limpian la sala necesitan tenerla despejada cuanto antes. Recuerdo que en mis tiempos de estudiante compartía con él esta práctica, pero en los últimos años me he dejado venir, quizá porque la mayoría de las películas no lo merecía, quizá por la prisa de coger el coche pronto para evitar atascos, no sé. El caso es que cuando terminó El secreto de sus ojos nos quedamos clavados en los asientos, presenciando en el más absoluto silencio esa otra película, ese segundo visionado de imágenes atropelladas que pasa por tu mente mientras lees dónde se rodó la cinta o a quíen hay que agradecerle tal o cual cosa. Por mi parte, todo mi agradecimiento va a Campanella y a los artífices de una auténtica obra maestra.
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