Un buen amigo que estuvo muchos años de profesor en Holanda me contó un día una curiosa anécdota protagonizada por un buen número de coches parados, uno de los numerosos canales de Amsterdam y un grupo de patitos. Al parecer, las cuatro o cinco crías seguían a la madre, que se adentraba en el canal después de una jornada de paseo y adiestramiento, pero uno de los pequeñines era incapaz de superar el escalón de piedra que daba acceso al mismo. En los dos minutos que invirtió en realizar esta costosa operación -toda una eternidad en el tráfico rodado- los coches -o sus conductores- no protestaron en ningún momento ni mostraron su impaciencia. Es más, sólo cuando acabó el entrañable espectáculo fue cuando hicieron sonar sus cláxones para celebrar el acontecimiento, entusiasmo al que se unieron con sus aplausos los peatones y ciclistas que se habían congregado en las cercanías. Años después, yo mismo pude ser testigo de la infinita paciencia y saber estar de los holandeses. En pleno centro de la capital un autobús turístico se había quedado atascado al intentar hacer un giro a la derecha y no poder superar los pivotes que delimitaban la acera. Sin embargo, a pesar de que la cola de coches que le seguía colapsaba ya la céntrica plaza anterior, no escuchamos ninguna pitada. Es más, pudimos asistir atónitos a cómo un anciano en su silla de ruedas eléctrica -armado con sus zapatillas de felpa, lo juro- ayudaba con sus indicaciones al guardia de tráfico que se encontraba en la otra calle y a la conductora del autobús.
Esta idílica visión del tráfico urbano que nos puede parecer tan lejana representa para Tom Vanderbilt, autor de Tráfico, por qué el carril de al lado siempre avanza más rápido y otros misterios de la carretera, el modelo perfecto de conducción vial en ciudad. Sin embargo, es notorio que las ciudades holandesas no alcanzan ni de lejos el tráfico de las pobladas urbes norteamericanas, inglesas o asiáticas, por citar sólo algunas. Apoyado en un impresionante banco documental -las notas bibliográficas ocupan 104 páginas de las 414 del libro- integrado por estudios de especialistas, entrevistas a diseñadores viales, estadísticas, noticias de periódicos, e incluso citas de célebres escritores que se ajustan a su discurso como Shakespeare, Dickens o Stevenson, Vanderbilt desmenuza todos los problemas asociados a una carretera y a unas calles que se han convertido en parte indispensable de nuestra vida diaria. En el libro hay algunos momentos memorables, como cuando compara el tráfico rodado con el de las hormigas, o cuando reseña las estrategias urdidas por los diseñadores de Disneyworld para evitar el colapso de las colas en las atracciones y redirigir el "tráfico" de asistentes del modo más idóneo.
Cualquier situación que nos hayamos encontrado en nuestra vida al volante tiene su sitio aquí e intenta ser analizada teniendo en cuenta la siempre impredecible reacción del conductor, ya sea el atasco fantasma, las bicicletas, los carriles de aceleración, las intersecciones peligrosas, los aparcamientos en grandes superficies, las colisiones, las rotondas, el uso del móvil, la señalización, etc. Muchas de sus conclusiones no pueden dejar de ser obvias, pero estamos tan acostumbrados a nuestra forma de conducir que a veces no nos damos cuenta. Por ejemplo, al respecto de los accidentes Vanderbilt dice: "No solo tenemos una curiosidad morbosa por fisgonear, sino que también sentimos que no debemos perdernos lo que los demás han tenido ocasión de ver. El economista Thomas Shelling señala que cuando cada conductor aminora para mirar el lugar de un accidente durante diez segundos, no parece nada atroz porque ellos ya han esperado diez minutos. Pero esos diez minutos salieron de los diez segundos de todos los demás". Y ese es el gran acierto del autor, sentarse en al asiento del copiloto y escudriñar cómo nos transforma esa máquina rodante que es ya un apéndice más de nuestro organismo.
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