martes, 1 de diciembre de 2009

Yo fui un hombre lobo adolescente

“Durante años he guardado silencio, casi como el de los corderos, soportando envidias, desprecios, descalificaciones y hasta las burlas más zafias (en mi país, naturalmente). A esto debo unir los que en su ignorancia y soberbia han falseado la historia de nuestro cine, borrándome del mapa como si jamás hubiera existido. Sin embargo, no podrán borrarme nunca jamás; y la razón es sencilla. Existen otros países como Estados Unidos, Alemania, Bélgica, Francia, Canadá, Japón, etc., donde mi obra es justamente valorada. En sus enciclopedias, revistas y filmotecas, y hasta en sus fanzines, siempre me colocarán en el friso de los mitos. Como bien dijo Jorge Grau en el malhadado Sitges: cuando yo desaparezca, será casi imposible sustituirme (...) Ya se sabe, las criaturas de las tinieblas no mueren jamás”. Así de contundente acaba su autobiografía Jacinto Molina, más conocido por los personajes que interpretó en el cine –Gilles de Rais, Waldemar Daninsky o Drácula– y, sobre todo, por un alias, Paul Naschy, tan precipitado como efectivo, tan azaroso como fulminante distintivo para toda una vida.
Al parecer, el bueno de Jacinto se enfrentaba a uno de sus mayores retos profesionales: interpretar al hombre lobo en una coproducción hispanoalemana que había escrito él mismo nada menos que en las Filipinas. Tras un rodaje en el que había pasado casi de todo –desde cambiar la nacionalidad del licántropo de asturiana a polaca, verse embarcado como actor a falta de otro más apropiado, darse un terrible chocazo con un portón o dar el pego simulando los incisivos con trozos de patata– y cuando la película estaba a punto de ser distribuida, el productor le llamó asegurándole –no le faltaban luces al muchacho– que el nombre de Jacinto Molina no vendería en el extranjero. Disponía de media hora para buscar un seudónimo atractivo, ya que las copias debían estar listas esa misma mañana. A Jacinto sólo se le ocurrió hojear el periódico, encontrándose de bruces con el nombre del Papa Paulo VI. Ya tenía el principio. Acto seguido, rememoró su pasado en la lona y se acordó del campeón de los pesos gallos Imre Nagy. Sólo tuvo que unirlos, imprimirles un leve toque germánico y ya estaba acuñado el nombre que absorbería toda su personalidad y en el que se integrarían las constantes vitales de uno de las figuras más desconcertantes que ha dado la historia de nuestro cine.
Para conocer los entresijos de una vida tan disparatada como coherente, sólo hay que acercarse a Memorias de un hombre lobo, el alucinado y fascinante exorcismo al que se entregó Naschy tras más de cuarenta años consagrado a una pasión cinéfila que le devoraba. Aunque en realidad, quien quiera conocer a fondo a Jacinto Molina deberá hacerse con el tocho de más de quinientas páginas que publicó originalmente en Francia, y del que el anterior es una esforzada síntesis. No era para menos. Con una existencia tan agitada como la de Paul Naschy –todo lo contrario a la vida gris y rutinaria que enarbolan algunos escritores como marca de fábrica– se podría escribir una enciclopedia entera.
A Paul Naschy sólo le faltó nacer en junio para completar la triada diabólica, pues vino a este mundo un seis de septiembre a las seis de la madrugada en un Madrid tormentoso predispuesto a las brujas y los aquelarres. El destino siniestro de Jacinto –sólo a unos padres inocentes y bondadosos se les podía haber ocurrido un nombre tan florido– parecía, por tanto, estar escrito desde el principio de los tiempos. El ambiente tétrico de un Madrid convulsionado por la guerra civil, sufrir en el propio hogar la persecución del padre por el franquismo, y el revelador encuentro con el goticismo de la Catedral de Burgos marcaron bien pronto un temperamento entregado ya a tan corta edad a la fantasía y lo sobrenatural. ¿Quién le iba a decir entonces a Jacinto que su futuro tendría mucho que ver con el de Hitler? Pues sí. Al parecer, el dictador alemán había sufrido varias veces en su vida ataques de licantropía; cuando se enteró, Jacinto no pudo reprimir un gesto de desconcierto.
En aquellos tiernos años, cuando sus compañeros jugaban a la pelota o le disparaban con tirachinas a los pájaros, Jacinto devoraba la Espasa y se quedaba absorto con los cuentos y cómics que leía con fruición en un desván que imagino sacado de una película de Tim Burton. Una influencia decisiva en la macabra formación de Jacinto la ejerció su tío que, entre otras veleidades, se permitía pasear al niño por los cementerios madrileños como si de los Campos Elíseos se tratara. Otras visitas causaron también un notable impacto en una mente embrujada ya por el lado oscuro de la vida, como la del Museo del Prado, donde Jacinto se quedaba horas mirando los lienzos de Goya, El Bosco o Gutiérrez Solana, o las realizadas a lugares tan pintorescos como el campo de las Calaveras o el monte de las Culebras, finca paterna en la que Jacinto tuvo su primer cara a cara con un lobo. Esas cosas no se olvidan, como tampoco las palabras que le dijo Wenceslao Fernández Flórez, una de las importantes personalidades que se movían en el círculo de su tío: “Chaval, estudia mucho en el colegio, pero sobre todo lee. La auténtica cultura sólo se consigue leyendo”.
Sin embargo, la verdadera revelación de su vida la sintió Jacinto asistiendo con recogida emoción a las sesiones del cine de su barrio. Ante sus ojos atónitos fueron desfilando en tropel los fotogramas de Los tambores de Fu-Manchú, El misterioso Dr. Satán, Las aventuras del Capitán Maravillas o Frankenstein y el Hombre Lobo, todo un festival regocijante de monstruos, héroes de tercera fila y doctores perturbados recluido en los estrechos márgenes presupuestarios de la serie B más infame y anoréxica. Jacinto ya sabía lo que quería ser de mayor, pero pronto comprendió que lo iba a tener muy difícil para hacer realidad sus sueños. En el colegio religioso en el que recibía clases, dominado por unos curas siniestros capaces de las mayores atrocidades para hacer respetar su estricto reglamento, a Jacinto le preguntaron por su proyecto de futuro. Cuando el ilusionado chaval respondió con candidez que quería ser director de cine, sus compañeros le miraron como si estuvieran ante un ser de otro mundo, y al profesor se le agrió un rostro que amenazaba con lanzar esputos contra Satanás y los siete pecados capitales. Empequeñecido ante las circunstancias, Jacinto se vio obligado a rectificar a tiempo y balbucir un convencional “ingeniero agrónomo” que sonó como los ángeles en los oídos de todos los presentes. Aquel fue el primer aviso de la lucha sin cuartel que tendría que entablar contra todas las adversidades que trataran de hacerle desistir de sus sacrílegos propósitos.
Pero como el cine no lo es todo en la vida –aunque a algunos ya nos gustaría–, Jacinto también comenzó en aquellos años sus primeros escarceos sexuales, espiando a la criada en el baño como un vulgar voyeur o asistiendo anonadado al extraño rito sexual de dos hermanas con inclinaciones lésbicas. Posiblemente el futuro Paul Naschy se inspiraría en alguno de estos episodios a la hora de rodar sus perversiones posteriores. También por aquella época a Jacinto lo teníamos corriéndose juergas con Jarabo, un curioso personaje que también daría para una novela, y que terminó siendo arrestado y ajusticiado por varios asesinatos y profanación de cadáveres. Jacinto recuerda en sus memorias el error de principiante en que cayó una mente tan compleja y calculadora: llevar a la tintorería el traje ensangrentado por los brutales crímenes cometidos. A veces la realidad puede llegar a superar a la ficción. Como lo demuestra también el irónico revés vital del sargento que se las hizo pasar canutas a Jacinto en la mili, que acabó siendo figurante en una de sus películas. Los ambientes peligrosos y un tanto marginales serían desde entonces una constante en la atropellada vida del futuro cineasta.
Mientras en su cabeza se fraguaban infinidad de proyectos a cual más delirante, un Jacinto ya veinteañero se introdujo en el mundo del culturismo, coincidiendo en el gimnasio con el político Manuel Fraga y diversos fenómenos circenses, una combinación explosiva que no desmerecería de las piruetas argumentales de sus futuras películas. Jacinto tenía por entonces como ídolo a Steve Reeves, el héroe del peplum acartonado que vivía entonces su momento de gloria en las pantallas. Dicho y hecho, Jacinto se propuso estar a su altura y en 1958 fue proclamado campeón de España de pesos ligeros en halterofilia. Se demostraba así que, poniéndole empeño, Jacinto era capaz de lograr cualquier reto que se plantease. En los muchos años de peregrinación por esos mundos de músculos y proezas atléticas, se haría amigo de un entonces desconocido Miguel de la Cuadra Salcedo, que de lanzar jabalina pasaría a lanzarse como un kamikaze por territorios vírgenes y aventuras patrocinadas por el ente público.
Con la brújula todavía algo despistada, Jacinto se enamoró de una escritora e inició su faceta de literato, produciendo a destajo novelas de baja estofa ambientadas en el viejo oeste. Los títulos no podían ser más reveladores: La muerte te acompaña, Yo sé que ganarás, Dale la mano al diablo... Para colmo de males, la que Jacinto consideraba su obra maestra fue rechazada por la editorial por exceso de sexo y violencia. Quizá para evitar la mirada reprobatoria de sus padres, o porque los cuatro gatos que compraban aquellas novelas se hubieran reducido a uno, Jacinto renunció por primera vez a su nombre y optó por un seudónimo que resultara convincente para la clientela: Jack Mills.
Mientras escribía, también tenía tiempo de incorporarse como extra en los rodajes que le caían cerca. Así, se daba la curiosa circunstancia de que durante el día se disfrazaba de esclavo egipcio, soldado romano y guardia de Herodes –tres en uno, ¿quién da más?– para Rey de reyes, y por la noche era un guerrero mongol en El príncipe encadenado. Además de cubrir sus necesidades alimenticias, estos trabajos le sirvieron para tomar contacto con una profesión que ya intuía más cercana. Pero la realidad de la posguerra era todavía demasiado cruda como para pensar en sueños de grandeza. Sintiendo de cerca el aliento de la miseria, Jacinto se vio obligado a transigir con trabajos tan variopintos como el de diseñador en una empresa de frío industrial, pintor de cuadros por encargo, luchador de lucha libre o embellecedor de tulipas. Desde su precaria situación y recordando las penurias familiares de una infancia difícil, no es extraño que a Jacinto se le vinieran a la cabeza pensamientos asesinos cuando vio desfilar bajo su casa a Franco y a Eisenhower.
Pero como la desgracia siempre puede ser más cruel, Jacinto aún viviría la muerte trágica de su novia en accidente de tráfico y el fallecimiento del tío cuya experiencia fuera tan decisiva para él. Zarandeado por la vida, trataría de ahogar sus penas alternando con prostitutas en el promiscuo ambiente universitario zaragozano, adonde había ido a parar con el fin de estudiar Ciencias Exactas, una elección un tanto desconcertante para un apasionado de los inciertos parámetros del otro mundo. En cualquier caso, su estancia allí le serviría para recibir el impacto de la sala de cadáveres de la facultad de Medicina, una visión inolvidable que acrecentaría sus ganas de coquetear con el más allá. Vuelto a Madrid, Jacinto decidió revolcarse ya sin remisión en el mundo del cine, aunque ello significara embarrarse hasta las cejas en tareas poco gratas para un aspirante a comerse el mundo. De este modo, y mientras se pegaba en el cine un empacho de películas de terror para ponerse al día y tomar nota, trabajaba en películas del montón como La furia de Johnny Kid, donde hizo las veces de decorador, jefe de vestuario y, ahí es nada, proveedor de armamento. Entre sus diversas peripecias a uno y otro lado de la cámara, tendría un valor especial su encuentro con Boris Karloff, una de las leyendas del cine terrorífico y uno de sus ídolos, en una serie televisiva americana de título olvidable.
Sintiéndose ya bien curtido en el oficio, Jacinto Molina decidió mover el estrafalario guión que había escrito sobre un hombre lobo typical spanish. Para describir las vicisitudes que hubo de atravesar, lo mejor es acudir a sus propias palabras, teñidas de rabia y resentimiento: “Empezó mi peregrinaje con el libro bajo el brazo. Las negativas de los sabios productores iban desde la tajante a la chistosa. Se comentaba, con verdadero cachondeo, que por ahí andaba un forzudo medio majara que quería hacer una película con vampiros y hasta con un hombre lobo, cuando todo el mundo sabía que ese tipo de cine sólo podían hacerlo los norteamericanos o los ingleses. En la cinematografía de aquellos años lo que funcionaba eran las comedias sobre los Rodríguez, las chicas yé-yé y, sobre todo, los mariquitas, y si por medio se metía algún tartaja, miel sobre hojuelas”. La radiografía que hace Naschy del canceroso cine español de la época no tiene desperdicio, como tampoco la incisión en su orgullo herido, que se asemeja un poco a la desmesurada fe que ponía Ed Wood en cada uno de sus disparatados proyectos. Gracias a la extrema bondad de una productora alemana, Naschy –que, bajo las capas de maquillaje peludo, mandaría a la tumba para siempre a Jacinto, reservándole únicamente la gloria de escribir los guiones o firmar la dirección, como si se tratara de otra persona– les pudo espetar en su propia cara a los que no confiaron en él aquello de “ríe mejor quien ríe el último”. Con La marca del hombre lobo no sólo debutaba en las pantallas Waldemar Daninsky –ese licántropo polaco a su pesar y por circunstancias del oficio–, sino que se abría la veda al fantástico español, casi inexistente hasta entonces y llamado a profanar el dulce y acartonado sueño en que andaba sumido el cine patrio, donde Ozores y otros malandrines llevaban las riendas, aunque ya comenzaran a hacerse oír las voces rebeldes de Carlos Saura, Elías Querejeta o Gonzalo Suárez.
Paul Naschy se convirtió a partir de este título en un signo diferencial de nuestra industria, en el quiste incómodo de un organismo acostumbrado a sufrir sin quejarse. Si había conseguido lo que parecía una hazaña imposible, ya sería capaz de sacar adelante cualquier idea que se le pusiera a tiro de cámara. En Los monstruos del terror, por ejemplo, quiso rendir en una misma cinta un homenaje a todos sus ídolos, utilizando un argumento que parece sacado de un chiste de Arévalo: un alienígena procedente del planeta Ummo trata de hacerse con el planeta Azul merced a los miedos atávicos que provocan en sus habitantes los monstruos clásicos, a saber, Frankenstein, Drácula, la momia, el Golem y, por supuesto, el hombre lobo. Aunque algunos duden de la veracidad de este dato, lo cierto es que un desahuciado Robert Taylor llamó a Naschy interesado en encarnar al protagonista.
Lo que pudo ser una de las anécdotas más sabrosas del rodaje se quedó en nada comparada con la que tuvo lugar en un caserón fantasmagórico, propicio a los sustos y a los infartos de miocardio. Allí una de las actrices invitó a Naschy a una extraña ceremonia satánica que acabó convirtiéndose en una macabra orgía de sangre y locura donde, entre otras lindezas dignas de mención, el bueno de Jacinto –¿para qué me metería yo en estos berenjenales?, pensaría– fue obligado a confesar sus pecados ante un sacerdote. Ésta sería una de las primeras experiencias traumáticas que Naschy sufriría en sus carnes en el transcurso de una serie de rodajes tocados por un hado fatalista que brotaba, quizá, del mismo corazón de unas historias escritas para no dormir.
Al mismo tiempo que la fortuna comenzaba a sonreírle en lo profesional, en el plano personal Naschy contrajo nupcias con Elvira Primavera, un nombre que parecía venirle como anillo al dedo al particular universo del cineasta. Para dejar claro que en el incombustible y retorcido cerebro de este pintoresco personaje se hacía imposible disociar la realidad de la ficción, una imagen vale más que mil palabras. Para conquistar a la chica de sus sueños, la que sería su compañera para siempre, a Naschy no se le ocurrió cita más romántica que llevarla a ver Las novias de Drácula; algo que se puede interpretar como una suerte de aviso para Elvira, para que fuera consciente de a quién le estaba entregando su corazoncito. Por si aún le quedaban dudas tras la boda, Naschy se superó a sí mismo invitándola a un pase de La máscara del demonio, sólo apta para amantes de las emociones fuertes y los sustos de órdago. Se comprobaba así que el amor puede superar todas las barreras, como esas 30.000 pesetas que el actor tenía en el banco en el momento de casarse, un buen indicio, por otra parte, de que los ingresos reportados por las tropelías del hombre lobo no fueron precisamente para tirar cohetes.
Pese a ello, Naschy no quiso cejar en su empeño de hacer de su licántropo un nuevo mito del celuloide, y recurrió nuevamente a los colmillos y la sangre de jovencitas de buen ver para reavivar una cuenta corriente que tocaba fondo. En La furia del hombre lobo tampoco faltaron los problemas. El director previsto fue sustituido con el rodaje en marcha, lo que hizo posible que apareciera en escena uno de los más dignos representantes de la cacharrería del cine español, José María Zabalza, llamado por el propio Naschy el “Ed Wood hispano”, lo que ya es mucho decir. En esa galería de horrores y adefesios varios del cine patrio que algún día alguien deberá dar a la imprenta, Zabalza tendría un lugar de honor. Se dice que cuando no estaba borracho –algo que era raro de ver– dirigía westerns imposibles en cuyos salones se veían anuncios de horchatas y donde el inigualable Jesús Puente ofrecía la versión hispana de Al Capone. Como ven, todo un aliciente para que alguna distribuidora se decida a editar en vídeo sus mejores trabajos. En lo que le tocaba, Naschy tuvo que soportar que un chaval de catorce años –Zabalza ya no estaba para esfuerzos mentales– retocara su guión, que al repescar planos de La marca del hombre lobo y montarlas con las tomas nuevas el actor apareciera con distintas camisas en la misma escena, y, por fin, que el posible distribuidor se apeara del proyecto cuando vio a Zabalza orinando en la acera con absoluta desinhibición.
Por fortuna, Naschy se desquitó pronto de tan amarga experiencia logrando uno de sus títulos más recordados, La noche de Walpurgis, y, de paso, encontrándose con uno de los directores que mejor supo leer su retorcida mente: el ruso-argentino Leon Klimovsky. El sorprendente éxito internacional del film, además de sanear la economía del actor, significó el revival del cine fantástico en todo el mundo, algo que, sin embargo, en España –donde se consideraba y se sigue considerando a Naschy como un bicho raro– se negaban a aceptar. En el anecdotario de rodaje, rico como todos aquellos donde Naschy tuviera algo que ver, merece resaltarse el atrevimiento del actor en pro de la causa cinematográfica. Para darle mayor realismo a una escena, decidió tenderse sin cortarse un pelo sobre la plancha de la sala de autopsias de un cementerio, justo en el mismo sitio donde minutos antes reposaba el cadáver de un accidentado. Pero ahí no acabaría la cosa. Paseando disfrazado de licántropo en un descanso, Naschy no se percató de que había una anciana colocando flores en una lápida. Ya se pueden imaginar el susto de la señora, que –faltaría más– le puso un pleito a la productora.
Hablando de productores, si bien Naschy no gozaba de muy buena prensa en la industria cinematográfica de nuestro país, algunos intelectuales y personalidades de fuste cultural confiaron en su alucinado talento financiándole sus descabellados proyectos. Uno de ellos fue el periodista Manuel Leguineche, que esquilmó con gusto su cartera para dar vía libre a El gran amor del conde Drácula y El jorobado de la Morgue, película ésta, por cierto, en la que Naschy volvió a dar buena muestra de su visceral entusiasmo en el plató, al hacer que un instituto sanitario capturara ratas hambrientas con el fin de darle mayor realismo a una escena. Anécdotas aparte, Naschy comprobaría también cómo sus atrevidos coqueteos con lo sobrenatural y el más allá podían tener insólitas consecuencias en su vida. Tras el estreno de La rebelión de las muertas, se plantó un buen día en su casa un curioso personaje vestido con una túnica para transmitirle el mensaje de que él era el elegido para ser el guía de su secta esotérica. “Esto me pasa por jugar con los muertos”, debió pensar el actor.
Otras veces, las situaciones delirantes –que podían dar lugar con facilidad a otras tantas películas de corte surrealista– provenían del propio cutrerío de la producción. Sucedió, por ejemplo, en el rodaje de El espanto surge de la tumba, una de las cintas pioneras del gore hispano escrita por Naschy, haciendo gala de su proverbial rapidez, en tan sólo día y medio. El equipo se había instalado en Roble Gordo, lugar llamado así por ser escenario de la acampada del conde Fernán González en una histórica batalla e incluido, por tal motivo, en el Patrimonio Nacional. Ello no fue obstáculo para que, en un descuido, alguien se dejara una antorcha encendida y, a la mañana siguiente, del centenario roble no quedaran ni las cenizas. Al parecer, Naschy escapó mejor de este desaguisado –ya se sabe que en materia patrimonial la indulgencia de los munícipes es ostensible–, cosa que no pudo decir el guarda forestal, cesado en sus funciones.
En ocasiones, y como ya vimos en el caso de Zabalza, la fuerza negativa del plató la irradiaba el director. Parecía un requisito indispensable tener un currículum delictivo o, cuando menos, un pasado turbulento para acceder al máximo cargo en películas de estas características. Lo cierto es que el rodaje de Todos los gritos del silencio –nada que ver con el film al que puso música Mike Olfield; ya querría Naschy poder permitirse esos lujos...– se tuvo que interrumpir por obra y gracia de su realizador, Ramón Barco, detenido por corrupción de menores. Años después, Naschy leyó en un periódico que su cadáver había aparecido totalmente descompuesto en el metro de Nueva York.
Tal como estaban las cosas, no es extraño que el actor, harto de tanto mequetrefe que se hacía llamar director, decidiera tomar el mando y asumir el control absoluto de sus películas. Antes de que eso sucediera, tuvo tiempo de sentar varios precedentes en la casposa y subdesarrollada industria nacional, la del landismo y la de Paco Martínez Soria travestido –por cierto, ¿nadie se ha percatado de su enorme parecido en esa película con E.T., cuando una jovencita Drew Barrymore viste al simpático extraterrestre de señora?–, implicándose en Disco rojo, cinta pionera sobre el tráfico de drogas en nuestro país, en El mariscal del infierno, primera película del género de espada y brujería, y en Exorcismo, cuyo guión asegura haber escrito tres años antes que el de la famosa película americana. Previamente a su debut como director en Inquisición, Naschy también pudo presumir de haber vivido el primer desnudo de Aurora Bautista en Los pasajeros, de compartir cartel con Carmen Sevilla en la impagable Muerte de un quinqui, y de pasarlas canutas cuando el excéntrico dueño del castillo donde se rodaba El mariscal del infierno le retó a un duelo de espadas e hizo salir a un león al salón.
En su primera incursión tras las cámaras tampoco faltaron las sorpresas, ya que un buen día apareció en el rodaje un productor con cuatro matones con la intención de llevarse por la fuerza a Juan Luis Galiardo, actor al que pretendían convencer para trabajar con ellos de un modo poco ortodoxo. Si hasta entonces Naschy se había hecho notar por lo arriesgado y vanguardista de sus empresas profesionales, la cosa se agudizaría cuando el final de la dictadura dio carta blanca a unos excesos que lindaban con lo prohibido y lo malsano. De este modo, no tuvo reparos en interpretar Comando Txiquia (Muerte de un presidente), meses después del asesinato de Carrero Blanco y, sobre todo, El francotirador, en la que daba vida a un relojero vasco que, tras perder a su hija en un atentado terrorista, decidía tomarse la justicia por su mano y asesinar a Franco con su fusil de 9 mm. Las llamadas de fachas amenazando con hacerle picadillo se sucedían a diario en la casa del actor, que se vio obligado a mandar a su familia a Argel para evitar riesgos. Tampoco le faltaron agallas a Naschy para abordar en El transexual un tema entonces tabú que le situaba en la primera línea de un cine comprometido con la realidad más flagrante. Este acercamiento llegó a su máxima cota con El huerto del francés, donde entró a saco en la España negra mediante la historia del célebre asesino de Peñaflor, capaz de plantar en su jardín los cadáveres de las víctimas que iba liquidando en una espiral psicópata digna de Seven o cualquier otro thriller a los que nos tienen tan acostumbrados los americanos.
Por aquel entonces, Naschy podía presumir no sólo de tener su camisa ensangrentada en las vitrinas del museo fantástico de Forrest J. Ackerman, sino de haber gozado en la ficción de algunos de los cuerpos más turgentes de la España de la transición y el destape gozoso, como los de Agatha Lys, Blanca Estrada, María José Cantudo o la mismísima Nadiuska, con quien protagonizó una de las cimas del cine kitsch de todos los tiempos: Tarzán en las minas del rey Salomón. Pero como era cabezón por naturaleza y nunca tenía bastante, decidió reengancharse al mundo del culturismo, aunque la edad ya no se lo aconsejara. Quizá como castigo a su atrevimiento, se partió el tríceps cuando trataba de levantar 155 kilos compitiendo en la modalidad de power lifting. Puede que marcado por esa contrariedad, a Naschy le cambiara el humor en aquella época, dando rienda suelta a su rabia contenida en fragmentos así de lapidarios: “La vida me había pegado ya muchos palos y la impresión que me daba la gente era bastante negativa. Para mí, la amistad había sido un lamentable chasco. Sabía lo que eran las traiciones y la falta de lealtad, y salvo en mi familia –mis padres, mi mujer y mis dos hijos–, no creía en demasiadas cosas pertenecientes a este cochino mundo”.
Pero pronto se le alegraría de nuevo la cara al recibir inesperadamente una oferta tentadora del país del sol naciente. Los japoneses, que ya por entonces estaban en todo gracias a su poderosa red de infiltrados a escala internacional, llevaban tiempo fijándose en las fantasías visuales de un individuo llamado Paul Naschy, al que creían inmigrante centroeuropeo en tierra española. En Japón, Naschy fue tratado como una especie de ídolo musical, disfrutando de una limusina a su entera disposición. Tratando de no parecerle un paleto a los orientales, recuerda su temor a descalzarse por si aparecían rotos en sus calcetines. Durante su estancia en la tierra de los ojos rasgados, Naschy, siempre predispuesto al conocimiento de nuevas culturas y ambientes marginales, entabló contacto con samurais, con kamikazes y hasta con la mafia japonesa, los temibles yakuza. ¿Cómo no podía compensar a estos entrañables personajes con su talento? Dicho y hecho. Entre otros menesteres, rodó para ellos Amor blanco –un romance entre dos japoneses en España, con escena de sanfermines incluida–, un documental de nueve horas sobre el Museo del Prado, otro sobre El Escorial y un tercero sobre las cuevas de Altamira, donde se dio el gustazo de interpretar al arqueólogo que hacía el hallazgo. También intervino en la que sería la primera coproducción hispano-japonesa de la historia, El carnaval de las bestias, con el entrañable tema del canibalismo como puente de acercamiento entre culturas tan distintas.
Dentro del curioso periplo oriental de Naschy, también tuvieron su importancia los seriales televisivos, en uno de los cuales y, dando vena a su innata capacidad camaleónica, llegó a interpretar a un samurai. Interviniendo en una de estas series, Naschy evoca en sus memorias el accidente mortal de un miembro del equipo, donde pudo constatar la frialdad japonesa frente a la muerte, ya que se siguió rodando como si tal cosa y el hermano del fallecido, testigo impasible de la tragedia, le dijo algo que le dejó helado: “¿Qué más puede pedir mi hermano? Su final ha sido glorioso. La noche anterior hizo el amor con su novia y ha encontrado una muerte honorable. ¿Se puede pedir mayor felicidad?”. Quizá el broche de oro de su colaboración con Masurao Takeda –así se llamaba el japonés que aportó sus yenes a la causa Naschy– fuera La bestia y la espada mágica, un bizarro pastiche en el que su personaje de hombre lobo convivía en feliz armonía con cuentos de fantasmas y leyendas japonesas a cual más curiosa. Los rodajes semiorientales tampoco se libraron de episodios hilarantes. En el anterior film, por ejemplo, y al faltar un tigre necesario para unas escenas, se recurrió a traer de Holanda el felino de la serie Sandokán, no sin antes hacerle devorar la friolera de 25 pollos para evitar posibles bajas en el equipo de filmación.
Pero como Naschy no podía estar pendiente sólo de los caprichos de Takeda, siguió alternando sus encargos con el cine fantaterrorífico que le había hecho popular allende nuestras fronteras –pues en España no se comió un colín–, rodando cosas como Latidos de pánico en una casa que perteneció a Franco. Según cuenta su director, era todo un espectáculo ver la extraña mezcla que hacían los documentos y recuerdos del caudillo con las bragas rojas de la actriz Lola Gaos, una comunista acérrima a la que no le dolieron prendas a la hora de revolcarse sobre los restos personales de Paquito. Con una imagen tan aterradora comienza una de las etapas más flojas en la trayectoria de Naschy y, a la postre, un largo calvario que marcaría el declinar de su absoluto reinado en el cine fantástico español. Disfrazar a José Luis López Vázquez de Supermán era todo un síntoma de que las cosas ya no carburaban con la misma frescura en el cerebro del maestro. Para colmo de males, en el rodaje de Mi amigo el vagabundo estuvo a punto de perder la vista al dispararse accidentalmente una pistola y caerle pólvora en los ojos. Quizá porque ya presentía los funestos tiempos que venían para su cine, Naschy colocó como protagonista a su hijo Sergio, siguiendo el deseo subconsciente de que alguien continuara sus trémulos pasos. El propio actor y director pareció intuir su futuro mientras rodaba en Egipto El último kamikaze, donde una infinidad de problemas en la producción le llevaron a pensar que sobre él había caído la maldición de los faraones.
Efectivamente, Naschy demostró que aún podía caer más bajo parodiándose a sí mismo en Buenas noches, señor monstruo, una película cuyo infame argumento narraba “las vicisitudes que pasaban unos jubilados monstruos clásicos al enfrentarse a un grupito de estomagantes niños cantores (Regaliz)”. El destino hacía cumplir así una doble ironía: si por un lado Naschy emulaba a sus ídolos Lugosi y Karloff, éstos entregados a las payasadas de Abbot y Costello, por otro debía sufrir viendo cómo su entrada en los films de presupuesto decente tenía muy poco de gloriosa. La película de marras sería, con el tiempo, uno de los mayores despropósitos en la filmografía de Antonio Mercero -me imagino que no habrá contado para el Goya de honor que le van a dar el año que viene-, al igual que Operación mantis, una bochornosa parodia de las cintas de James Bond, lo fue para el luego afamado guionista Joaquín Oristrell. A la ya maltrecha carrera de Naschy no le hizo ningún favor intervenir en ambas cintas, las cuales, por otra parte, demostraron que el cine español no estaba preparado todavía para la parodia y sí para hacer el ridículo más estrepitoso.
Ambos fracasos profesionales sumieron al actor en una depresión, acrecentada luego por la muerte de su padre y el derrumbe definitivo de su productora. Naschy parecía destinado a conocer el triste final de las otoñales estrellas de Hollywood o, cuando menos, el de algunos ídolos efímeros de la España más castiza –por ejemplo, su admirado Urtain, que acabó siendo portero de discoteca–. Encerrado a cal y canto en su casa en radical contraste con su vida hiperactiva, Naschy se vio obligado a pasar por una de las situaciones más dolorosas que le pueden caber a alguien que conoció la gloria: arrastrarse para pedirle trabajo a gente que apenas conocía o, simplemente, odiaba. Las reacciones siempre solían ser las mismas: “¡Oiga! ¿pero usted no es Paul Naschy? Pero hombre, no puedo creérmelo, un personaje tan famoso como usted pidiendo trabajo. Pero si tiene usted que estar forrado...”. Soportando humillación tras humillación, Naschy debía hacer verdaderos esfuerzos para no convertirse en hombre lobo y saltar a la yugular de aquellos que le miraban con sorna: “Para muchos hombres grises era la hora de la revancha. Podían humillar a alguien que había hecho algo diferente, a alguien que había pasado esa barrera que ellos, con sus cartapacios de ejecutivos, nunca conseguirían superar”.
Nuestro único monstruo asistía impotente a una época comandada por una industria que, o bien rechazaba abiertamente su cine como si nunca hubiera existido, o le tributaba homenajes condescendientes más cercanos al pitorreo que al respeto a una obra sin igual. Poco a poco, Naschy fue saliendo del pozo gracias a gente como Eduardo Fajardo o La Cuadrilla, que le invitaron a participar –gratuitamente, claro– en varios de sus cortos, y, animado por su regreso al cine, aunque fuera bastante discreto, llegó a idear un proyecto conjunto con Alaska, que no llegaría a prosperar para desgracia de los amantes del delirio psicotrópico. La que sí llegó a buen puerto fue la película El aullido del diablo, concebida por Naschy como una suerte de catarsis autobiográfica donde se desfogaba de las maldades sufridas en aquellos años oscuros. Para demostrar que aún no estaba acabado –aunque quizá se debiera más a la falta de presupuesto–, se atrevió a interpretar doce personajes distintos en una maratón actoral que le devolvió la confianza en sí mismo. De forma simultánea y, para olvidar la muerte de su amigo Masurao Takeda, volvió al gimnasio y, como no podía ser de otra forma tratándose de Naschy, coincidió esta vez con un grupo de matones que acudían allí entre encargo y encargo y le explicaban con pelos y señales sus últimas hazañas. El actor tuvo la oportunidad de comprobar que había recuperado la forma cuando unos navajeros le asaltaron en la calle y se llevaron sus caricias.
La carrera de Naschy transcurría, no obstante, entre platos de dudoso gusto –en Aquí huele a muerto hizo de blanco para las bufonadas de Martes y Trece– y proyectos más personales como el de La noche del ejecutor, versión cañí de El justiciero de la ciudad, donde Naschy hacía las veces de un Charles Bronson mudo –para lo que hablaba éste, tampoco merecía la pena escribir frases– y especializado en lanzar puñales contra todo Cristo. El agotador stress del rodaje –Naschy ya no estaba para tantos trotes– le hizo sufrir una cardiopatía de la que se libró por los pelos y que redujo su corpachón a los ridículos niveles de una practicante de gimnasia rítmica. A pesar de ello, lo que más le dolió a Naschy no fue el corazón, sino el ver, postrado en la cama, cómo del mundo del cine sólo acudieron dos personas a visitarle. Volvían a asomar su rostro las paradojas de la vida: pocos días después, recibió en su casa una llamada del mismísimo Spielberg buscando material suyo para completar su colección y citándole en su mansión de Los Angeles. Se desconoce si hubo alguna filtración de la noticia, pero lo cierto es que poco tiempo después el Círculo de Escritores Cinematográficos le nombraba presidente. ¿Una mera casualidad?
De cualquier forma, los premios y distinciones no podían hacer olvidar a Naschy que había llegado su canto del ci(s)ne. Cada vez era más difícil sacar adelante los proyectos que le ofrecían, aunque, bien mirado, si uno es capaz de imaginarse una película sobre la construcción de una catedral medieval interpretada por David Carradine y Torrebruno, quizá le sea más fácil entenderlo. Algunas revistas seguían mofándose de él y estaba más expuesto que nunca a los timos de los productores.
Atrincherado en un pasado de rompe y rasga, Jacinto Molina tuvo que contemplar con incredulidad cómo Chiquito de la Calzada y otros advenedizos se cachondeaban a gusto de un género, el cine de terror, que en España siempre ha sido menospreciado. Y es que este polifacético personaje pudo alardear de una biografía que ya querrían para sí Bigote Arrocet o El Gran Wyoming. Aunque, como todos los grandes que en el mundo han sido, la mayor virtud consiste en saber ser modesto: “Mi papel siempre ha sido como el de aquellos viejos lugareños que, ante el chisporroteante fuego del hogar, en las oscuras cocinas de las aldeas desgranaban cuentos de miedo mientras fuera ululaba el ventarrón”. Ya se sabe. Genio y figura. Descanse en paz.


Texto extraído de Sopa de cine (Signatura, Sevilla, 2000)

1 comentario:

  1. Amigo Juan Carlos,

    te eché cuenta y este puente ha caído "El secreto de sus ojos". Estupenda recomendación, eternamente agradecido.

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