Como si fuera una albacea perenne del legado de Ana Frank, Miep Gies ha sobrevivido nada menos que 65 años a la autora del diario más famoso jamás escrito. A pesar de que en varias ocasiones había estado cerca de leerlo, el Diario se convirtió para mí en ese libro maldito cuya lectura iba postergando, por una u otra causa, con el paso del tiempo. No fue hasta hace menos de dos años, semanas antes de un viaje organizado que habíamos contratado por Bélgica, Holanda y Alemania, cuando me decidí sabiendo que, como así fue, muy probablemente visitaríamos la casa-museo de Ana Frank y, con los deberes hechos, podría traspasar su umbral más como viajero sentimental que como turista de cámara en mano. Supongo que, como todos los que lo hayan leído, me conmovió sobre todo el duro contraste entre la vitalidad de Ana y los sufrimientos que se intuían entre líneas, pero la imagen de esa niña de enorme sensibilidad se me confundía con la de un personaje secundario que nunca quiso asumir un papel protagonista. El nombre de Miep Gies aparece citado infinidad de veces en el relato de Ana, y si somos incapaces de dudar de sus palabras, podríamos pensar que se refiere más a un ángel venido del cielo que a una simple secretaria a la que el padre de Ana, Otto, le pidió el favor, junto a otros trabajadores, de mantener las apariencias y proveerles de víveres mientras permanecieran ocultos a los nazis. Leyendo el Diario, uno se sorprende de las cosas que Miep es capaz de hacer por el asustado y hambriento grupo de proscritos, y se pregunta si, llegado el momento, se comportaría de ese modo, casi abjurando de su vida para entregársela a los demás. Aunque ya tuve oportunidad de verla en entrevistas, fotos y documentales, hoy, leyendo los obituarios aparecidos en la prensa internacional, tengo la absoluta certeza de que Miep Gies fue, contra todo pronóstico, una persona de carne y hueso.
RUIDO DE FONDO
Hace 2 horas
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