“Blancas llamadas a la huida, al descanso de lo real… Fábricas de sueños imprescindibles para poder seguir viviendo” (Colón Perales, 1981, 90 / 1983, 77). Aunque gran parte del cine actual pueda echar por tierra esta idílica imagen, lo cierto es que desde su nacimiento el cine siempre ha sido un viaje a lo desconocido, al otro lado, a la evasión en suma. Los sueños se proyectan en la pantalla y el espectador se proyecta al infinito. Al decir de los críticos que gustan de los símbolos recurrentes, toda película es un viaje, que puede ser iniciático (Los cuatrocientos golpes), interior (La pasión de Juana de Arco), sin retorno (Moby Dick), de ida y vuelta (Ben-Hur), al corazón de la locura (Leolo) o del infierno (Apocalypse now).
Ya desde sus orígenes, ligado al ilusionismo y a las ciencias ópticas, el cine fue un medio de expresión idóneo para plasmar dos fórmulas mágicas: de un lado, realidades ignotas, lugares exóticos a los que el espectador jamás imaginó ir sentado en una butaca, y de otro, espacios extraterrestres que dotaban de una carnalidad fugitiva el universo de Verne y otros maestros de la literatura fantástica. La primera le permitía visitar noche tras noche y a un módico precio escenarios que sólo había escuchado en los periódicos, nombres de una sonoridad evocadora y salvaje. La segunda le acercaba a los descubrimientos que estaban por llegar, le hacían partícipe directo de un progreso que tenía algo de chistera de duende.
En ambas líneas destacó un nombre por encima de todos, el de George Méliès. Los 14 minutos de su Viaje a la luna (1902), luego tantas veces homenajeado, fueron no sólo el germen del cine “espacial”, sino del luego llamado fantástico o de ciencia ficción. El pionero francés insistiría en títulos como Viaje a través de lo imposible (1904) o El dirigible fantástico (1906). La escuela abierta por Méliès se extendería a todas las cinematografías para crear los rasgos distintivos del incipiente género: a Rusia le debemos Aelita (1924, Yakov Protazanov), una de las primeras incursiones en el planeta Marte, y a Alemania La mujer en la luna (1929, Fritz Lang). El sonoro hizo hablar a los científicos locos y relegó los viajes espaciales al territorio de la serie B, prefiriendo el desembarco de alienígenas. Escapan a la tónica algunos títulos estimables y casi siempre ingenuos como el serial decididamente “kitsch” de Flash Gordon (1936, Frederick Stephani), Con destino a la luna (1950, Irving Pichel), Cuando los mundos chocan (1951, Rudolph Maté), o Planeta prohibido (1956, Fred M. Wilcox).
Pero una película, 2001, una odisea del espacio (1968), vendrá a cambiarlo todo. La obra magna de Kubrick dejaba a años luz todo lo que se había hecho hasta entonces invistiendo de honorabilidad e intelectualidad al género y abriendo un decidido camino a la tecnología y a las propuestas futuristas. Los cada vez más perfeccionistas efectos especiales serán la punta de lanza en la evolución de un cine que arroja films tan dispares como la saga de Alien o Star Wars, El planeta de los simios (1968, Franklin J. Schaffner), Solaris (1972, Andrei Tarkovski), Star Trek (1979, Robert Wise), Stargate (1994, Roland Emmerich) o Apolo XIII (1995, Ron Howard).
Ya desde sus orígenes, ligado al ilusionismo y a las ciencias ópticas, el cine fue un medio de expresión idóneo para plasmar dos fórmulas mágicas: de un lado, realidades ignotas, lugares exóticos a los que el espectador jamás imaginó ir sentado en una butaca, y de otro, espacios extraterrestres que dotaban de una carnalidad fugitiva el universo de Verne y otros maestros de la literatura fantástica. La primera le permitía visitar noche tras noche y a un módico precio escenarios que sólo había escuchado en los periódicos, nombres de una sonoridad evocadora y salvaje. La segunda le acercaba a los descubrimientos que estaban por llegar, le hacían partícipe directo de un progreso que tenía algo de chistera de duende.
En ambas líneas destacó un nombre por encima de todos, el de George Méliès. Los 14 minutos de su Viaje a la luna (1902), luego tantas veces homenajeado, fueron no sólo el germen del cine “espacial”, sino del luego llamado fantástico o de ciencia ficción. El pionero francés insistiría en títulos como Viaje a través de lo imposible (1904) o El dirigible fantástico (1906). La escuela abierta por Méliès se extendería a todas las cinematografías para crear los rasgos distintivos del incipiente género: a Rusia le debemos Aelita (1924, Yakov Protazanov), una de las primeras incursiones en el planeta Marte, y a Alemania La mujer en la luna (1929, Fritz Lang). El sonoro hizo hablar a los científicos locos y relegó los viajes espaciales al territorio de la serie B, prefiriendo el desembarco de alienígenas. Escapan a la tónica algunos títulos estimables y casi siempre ingenuos como el serial decididamente “kitsch” de Flash Gordon (1936, Frederick Stephani), Con destino a la luna (1950, Irving Pichel), Cuando los mundos chocan (1951, Rudolph Maté), o Planeta prohibido (1956, Fred M. Wilcox).
Pero una película, 2001, una odisea del espacio (1968), vendrá a cambiarlo todo. La obra magna de Kubrick dejaba a años luz todo lo que se había hecho hasta entonces invistiendo de honorabilidad e intelectualidad al género y abriendo un decidido camino a la tecnología y a las propuestas futuristas. Los cada vez más perfeccionistas efectos especiales serán la punta de lanza en la evolución de un cine que arroja films tan dispares como la saga de Alien o Star Wars, El planeta de los simios (1968, Franklin J. Schaffner), Solaris (1972, Andrei Tarkovski), Star Trek (1979, Robert Wise), Stargate (1994, Roland Emmerich) o Apolo XIII (1995, Ron Howard).
Los viajes en el tiempo
Si todas estas películas tienen como protagonista el espacio, la dimensión temporal será el eje vertebrador de un subgénero emparentado con el fantástico desde sus inicios. Con el inocente símbolo de una cuna meciéndose, ya Griffith nos permitía pasar de los tiempos de Cristo a la caída de Babilonia, y de la masacre de los hugonotes a una huelga laboral. Intolerancia (1916) saltaba de una época a otra con pasmosa facilidad sin los rigores del “film d´art”, el cine épico italiano a lo Cabiria (1914, Pastrone) o las epopeyas bíblicas de De Mille. La curiosa Una fantasía del porvenir (1930, David Butler), en la que un hombre de los años 30 es enviado a los 80 al ser alcanzado por un rayo, precede a las primeras adaptaciones de H. G. Wells como La vida futura (1936, Menzies) o El tiempo en sus manos (1960, George Pal). Antes de que esta variante alcanzara altas cotas de popularidad con la saga de Regreso al futuro (1985-1989-1990, Zemeckis) y la acercara peligrosamente al universo Disney, Michael Crichton hizo su aportación con Almas de metal (1973), en la que un complejo turístico devuelve a sus visitantes a los tiempos del Far West, Nicholas Meyer consiguió la unión imposible entre Jack el Destripador y el creador de la máquina del tiempo en Los pasajeros del tiempo (1979) y James Cameron le dio un prurito de high-tech en su primera y más conseguida Terminator (1984).
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