viernes, 8 de mayo de 2009

De cruceros, despegues, alunizajes y otras aventuras de la imagen: el cine de viajes (II)




Rumbo a lo desconocido



A principios del siglo XX, el desarrollo de las comunicaciones y el transporte había integrado al individuo en su entorno y cada avance se vivía con inusitada ilusión. El cine pronto sacó provecho a este deseo de ver más allá de la realidad cotidiana gracias al llamado documental exótico o de expediciones, donde se acercaban al espectador lugares lejanos o costumbres ajenas. En los diez o doce cuadros de esas primeras sesiones nunca solían faltar títulos como Viaje al centro de África, La pesca del besugo en Vizcaya, Panorama de Sierra Morena, Rápidos de la Costa Azul o Llegada de un tren a Battery-Place, en Nueva York. Quizá la mejor contribución de Méliès a esta línea, apoyado en sus trucajes visuales, fue A la conquista del polo (1912). Pero si hubo alguien que llevó el documental a sus más altas cotas expresivas ése fue Robert J. Flaherty con Nanuk el esquimal (1922), Moana (1925), Sombras blancas en los mares del sur (1928), Hombres de Arán (1934) y su padrinazgo intelectual de Tabú (1931, Murnau). La aparición de la televisión y la inevitable apertura viajera del ciudadano medio relegaron a este género al ámbito doméstico con la certera convicción de que ya quedaban pocos mundos que explorar.
Sin embargo, el cine de ficción sigue explotando hoy día el filón de la atracción de lo desconocido. La renovada popularización del cine oriental o la reivindicación de cinematografías minoritarias como la iraní o la norteafricana son buena prueba de ello. También Méliès fue el artífice de la primera versión de 20.000 leguas de viaje submarino (1907). Desde ese momento, los viajes imposibles de Verne saltaron a la pantalla aliándose con el cine de aventuras, situando al paisaje como verdadero protagonista del relato. Surgieron variantes como el cine colonialista, el de piratas, el peplum, el de catástrofes y desastres naturales, o el selvático, e incluso hubo directores que cimentaron su fama viajando por diferentes escenarios con su musa, caso de Von Sternberg y Marlene Dietrich y sus visitas a Shanghai, Rusia, Sevilla, Marruecos o Berlín. Ya se tratara del centro de la tierra, de ciudades sumergidas o de latitudes remotas y utópicas como el Shangai-La de Horizontes perdidos (1937, Frank Capra), el cine siempre estaba ahí para contarlo.



La road movie: el camino como meta



A partir de la Segunda Guerra Mundial un nuevo concepto se introduce en el cine de viajes. Ya no se trata de descubrir una nueva realidad sino de buscarla, embarcarse en un viaje iniciático de referencias homéricas donde el camino tiene el papel principal. Los precedentes de la road movie (literalmente película de ruta), al margen de títulos colaterales como Sucedió una noche (1934, Capra), El tesoro de Sierra Madre (1948, John Huston) o Dos en la carretera (1967, Donen), los encontramos en algunos western con esos vaqueros sin hogar (Raíces profundas, 1953, George Stevens) y en permanente búsqueda de sí mismos (Centauros del desierto, 1956, John Ford). También el cine de gángsters (Bonnie y Clyde, 1967, Arthur Penn) y el inconformista de los años 50 (¡Salvaje!, 1954, Benedek) pusieron el andamiaje perfecto para Easy Rider (1969, Dennis Hopper), considerada la piedra fundacional del género y la presentación de los jinetes del asfalto. Las carreteras fueron desde entonces el marco ideal para una forma de vida (Los caraduras, 1977, Needham), huir del stablishment (Thelma y Louise, 1991, Ridley Scott), recuperar un pasado (París, Texas, 1984, Wenders), buscar la identidad sexual (Mi Idaho privado, 1991, Van Sant), entablar batallas apocalípticas (la serie Mad Max), toparse con el mal en su estado más puro (Corazón salvaje, 1986, Lynch), con gamberros esquizoides (Carretera al infierno, 1986, Robert Harmon; Asesinos natos, 1994, Stone) o incluso con el mismísimo diablo (Duel, 1971, Spielberg).

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